sábado, 31 de marzo de 2012

viernes, 30 de marzo de 2012

maquinaciones...

Decía Jesús a los judíos: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, oye las palabras de Dios. Por eso vosotros no las oís, porque no sois de Dios.
Los judíos respondieron, y le dijeron: ¿No decimos bien nosotros que tú eres samaritano, y que estás endemoniado?
Jesús respondió: Yo no tengo demonio, mas honro a mi Padre, y vosotros me habéis deshonrado. Y yo no busco mi gloria, hay quien la busque y juzgue. En verdad, en verdad os digo, que el que guardare mi palabra no verá la muerte para siempre.
Los judíos le dijeron: Ahora conocemos que tienes al demonio. Abraham murió y los profetas: y tú dices: el que guardare mi palabra, no gustará la muerte para siempre. ¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió, y los profetas, que también murieron? ¿Quién te haces a ti mismo?
Jesús les respondió: Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios, y no le conocéis, mas yo le conozco; y si dijere que no le conozco, sería mentiroso como vosotros. Mas le conozco y guardo su palabra. Abraham, vuestro Padre, deseó con ansia ver mi día: le vio y se gozó.
Y los judíos le dijeron: ¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?
Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham fuese, yo soy.
Tomaron entonces piedras para tirárselas; mas Jesús se escondió y salió del templo.


Ningún día del año recibe el cristiano impresión más profunda, al entrar en el templo, que el Domingo de Pasión.
El altar aparece cubierto con velos morados, la Cruz y las imágenes de los Santos esconden sus rostros a las miradas del público... La Iglesia viste de luto; se dispone a llorar la muerte del Amado...
El fiel conocedor de la Liturgia advierte aún algo más: nota que se suprime el Gloria Patri... Es que el luto es tan riguroso, que prohíbe cualquier muestra de regocijo.
La Santa Iglesia dedica las dos semanas que nos separan de Pascua a la conmemoración de los dolores del Redentor.
Ella no quiere que sus hijos lleguen al día de la inmolación del Cordero divino, sin haber preparado sus almas por la compasión por el sufrimiento que tuvo que soportar en su lugar.
El tono de las oraciones, la elección de las lecturas, el significado de todas las santas fórmulas nos advierten que la Pasión de Cristo constituye, a partir de hoy, el pensamiento único de la Iglesia.
Desde hace tiempo el alegre Aleluya fue desterrado de sus canciones, y se elimina desde ahora la exclamación del Gloria dedicada a la adorable Trinidad. A menos que se celebre la memoria de algún Santo, ya no se dice en la primera parte de la Misa, y pronto se suprimirá por completo.
Cuando llegue el Viernes Santo, se cubrirá de color negro, como los que lloran la muerte de un ser querido, pues su Esposo murió realmente ese día. Los pecados de los hombres y los rigores de la justicia divina han caído sobre Él, y entregó su alma a su Padre, en los horrores de la agonía.
En la expectativa de esta hora terrible, la Santa Iglesia manifiesta sus dolorosos presagios velando por anticipación la imagen de su divino Esposo. La Cruz deja de estar a la vista de los fieles. Las imágenes de los Santos ya no son visibles; es lógico que la imagen del siervo se esfume cuando la gloria del Señor se eclipsa…
Los intérpretes de la Sagrada Liturgia nos enseñan que esta costumbre austera de velar la Cruz en el momento de la Pasión expresa la humillación del Redentor, reducido a la clandestinidad para evitar ser apedreado por los judíos, como leemos en el Evangelio: mas Jesús se escondió y salió del templo...


La Sagrada Liturgia está llena de misterios en estos días en que la Iglesia celebra acontecimientos tan maravillosos.
Tres temas eran de interés especial para la Iglesia durante la Cuaresma: la Pasión del Redentor; la preparación de los catecúmenos para el Bautismo que debe conferirse en la Vigilia de Pascua; la reconciliación de los penitentes públicos, a los cuales la Iglesia volvía a abrir su seno el Jueves de la Cena del Señor.
Cada día que pasaba, hacía más vivos estas tres preocupaciones de la Santa Iglesia. Pero, una vez que lloró por los pecados de sus hijos, ahora llora enlutada por la muerte de su Esposo celestial.
El título de este Domingo expresa ya que hemos entrado en un nuevo estadio en el período de preparación a la Pascua.
Este domingo se llama Domingo de Pasión, porque la Iglesia comienza a centrarse específicamente en los sufrimientos del Redentor.
También es llamado Judica me, por las primeras palabras del Introito de la Misa, palabras del Salmo que se suprime en las oraciones al pie del altar.
Finalmente, se le da el nombre de Domingo de la Nueva Luna o Novilunio, por caer siempre después de la Luna Nueva que servirá para determinar la Fiesta de Pascua, primer Domingo después de la Luna Llena posterior al 21 de marzo.
Tiempo de Pasión se llama, y comprende dos semanas.
La primera está dedicada a meditar la Pasión interna de Jesús, que tiene por verdugo principal la inquina de los judíos; por eso todas las Misas de esta semana, menos la del jueves, nos hablan del odio del judaísmo oficial contra el Redentor.
Al entrar en la segunda semana de Pasión, Semana Santa, la Liturgia expondrá a nuestra consideración el cuadro de la Pasión externa del Divino Maestro.


Para abrir la serie de meditaciones de este Santo Tiempo, la Iglesia nos presenta en el Evangelio un cuadro de dolor, una imagen del Divino Paciente.
Contemplemos atentamente. Veamos a Jesús insultado por la canalla judía como samaritano y endemoniado; considerémoslo, además, hecho objeto de la ira popular, la cual estalla en un tumulto, que hubiera acabado con la vida del Salvador, de no haberlo amparado su divinidad.
Leemos en el Evangelio que el Hijo de Dios estaba a punto de ser lapidado como blasfemo, pero su hora no había llegado todavía. Tuvo que huir y esconderse…
Es para tratar de expresarnos esta humillación sin precedentes del Hijo de Dios que la Iglesia ha cubierto la Cruz. ¡Un Dios que se oculta para evitar la ira de los hombres! ¡Qué cambio terrible!
Jesús se esconde... ¿Es debilidad… miedo a la muerte…? Pensarlo sería una blasfemia. Y pronto lo veremos salir al cruce de sus enemigos y enfrentarlos.
En este momento, evade la rabia de los judíos porque todo lo que se predijo de Él aún no se ha cumplido todavía.
Además, no será bajo los golpes de las piedras que debe expirar, sino sobre el Árbol de la maldición, que luego se convertirá en el Árbol de la Vida.
Humillémonos viendo al Creador del Cielo y de la tierra obligado a evadir la mirada de los hombres, para escapar de su furia.
Pensemos en aquel día triste del primer crimen, cuando Adán y Eva, culpables, se ocultaron también, porque se sentían desnudos...
Jesús vino para asegurar el perdón; y ahora se esconde, no porque esté desnudo, sino porque se ha hecho débil para darnos fortaleza.
Nuestros primeros padres estaban tratando de escapar de la mirada de Dios…
Jesús se oculta a los ojos humanos, pero no siempre será así. El día llegará en que los pecadores, a los que parece hoy velarse, implorarán a las rocas y a las montañas, pidiendo que caigan sobre ellos y los escondan de la vista del Juez; pero su deseo será estéril, y ellos verán al Hijo del hombre sentado sobre las nubes del cielo, en majestad poderosa y soberana.


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La historia de la Pasión del Hijo de Dios nos dará más de una lección sobre los tristes secretos del corazón humano y sus bajas pasiones. No podía ser de otra manera, porque lo que sucede en Jerusalén, se renueva en el corazón del hombre pecador.


Este corazón es un Calvario en el que, según las palabras del Apóstol, Jesucristo es crucificado con renovada frecuencia. Incluso la ingratitud, incluso la ceguera, incluso la rabia..., con la diferencia de que el pecador, cuando es iluminado por la luz de la fe, sabe que lo crucifica nuevamente...


Enfervorizado nuestro espíritu con estas consideraciones, despertemos ante todo vivos sentimientos de tierna compasión hacia Jesús, nuestro Dios, que se dispone ya a cargar con la cruz de nuestros pecados.


Luego, admiremos la mansedumbre sin nombre del Señor. Parece insensible a los insultos.


Lo motejan de Samaritano, agravio el más injurioso que podía dirigirse a un judío, y ni siquiera se da por aludido.


Sólo vuelve por su honra frente a los que le decían endemoniado, porque este insulto iba directamente contra la obra mesiánica que el Padre le encomendara.


Bien pudo decir sin escrúpulo: Yo no busco mi gloria.


¡Cuán diferente es nuestra conducta de la del Salvador! Aprendamos a perdonar las injurias.


En tercer lugar, consideremos que las blasfemias que brotaron este día de los labios judíos, son muy contadas en comparación de las que el mundo arroja hoy al rostro de Cristo a todas horas.


¿Acaso no hemos contribuido con nuestros pecados a esa cruz de agravios, que vienen a estallar en el Corazón de Jesús? Por ellos quiso purgar ya el Señor entonces.


Doblemos, pues, las rodillas en desagravio de nuestras ofensas, y con verdaderas muestras de contrición, pronunciemos con humildad las palabras del publicano: Apiádate, Señor, de mí, que soy un pobre pecador.


Finalmente, dirijamos a nosotros la siguiente pregunta: ¿Qué hubiera hecho yo de estar presente en aquella terrible escena? ¿No hubiese salido al momento en defensa del Señor? El corazón salta de puro contento y emoción al imaginarnos entre los que escucharon las palabras del Salvador, y le asegura mil veces que ciertamente hubiera salido por sus derechos.


Pues bien, eso que tanto anhelamos, nos es dado hacer aún ahora. Podemos reparar con nuestros sacrificios las ofensas dirigidas a nuestro Salvador.


Por medio de fervientes actos de amor podemos detener dichos insultos, evitando a Jesús tamaño dolor.


Siendo, pues, esto así, ¿dejarás a Jesús solo en medio de tanto enemigo? No espera seguramente tu amable Salvador tamaña inconsideración del que se llama su amigo. Acredita este título, y consuela al Divino paciente con un fervoroso coloquio y la práctica de las virtudes.


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Ambientémonos debidamente. Vivamos estos días de las serias y profundas realidades que la Liturgia nos ofrece.


No perdamos de vista a Jesús paciente. Tratemos de penetrar en el secreto de su Alma, de adivinar sus sufrimientos. Formemos el cortejo de sus íntimos.


Vayamos también nosotros y muramos con Él. Estas palabras del Apóstol Santo Tomás pueden y deben servirnos de lema para las dos semanas que comenzamos.


La Iglesia se ha cubierto con el velo de la viudez, ¿y tú te atreverás a reír con el mundo?


La Iglesia tiene el pensamiento puesto en el martirio de su Esposo, ¿y tú andarás distraído y ocupado en cosas vanas?


La Iglesia sube con Jesús la penosa cuesta del Calvario, ¿y tú mirarás con indiferencia esa escena de dolor, sin dignarte tomar la cruz con tu Señor?


Que no se diga de ti tal bajeza.


Agota más bien las posibilidades de santificación que te ofrece la Liturgia.


Examina cómo andan los ejercicios de piedad y penitencia con que comenzaste la Cuaresma.


No te canses de escuchar este consejo: el espíritu está pronto, mas la carne es tan flaca...


Si te hubieses entibiado, cuida de renovar tu primitivo fervor, conforme a la invitación que te dirige la Iglesia en los Maitines: Hoy, si oyereis la voz de Dios, no queráis endurecer vuestros corazones.


Esta buena Madre, a fin de animarnos más y más a llevar a buen término la ascensión del monte santo, nos recuerda además con toda solemnidad, que no quedan más que catorce días hasta la gran fiesta ida Pascua.


¡Qué contentos recibiremos ese día, si hemos sido fieles en acompañar a Jesús hasta la cumbre del Calvario!


Si así lo haces, te será concedido participar de la alegría de la Resurrección de Cristo, y podrás entonar de hecho y con derecho el Aleluya pascual.


Pues bien, si el fin te entusiasma, pon en práctica los medios que al mismo conducen; forma serios propósitos para estas dos semanas.


¡Adelante! ¡Emprende con nuevos bríos la ascensión al collado de la mirra!


Vayamos también nosotros con Jesús y muramos con Él, si es que con Él queremos resucitar...


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Pensamiento para la Comunión: Este es el Cuerpo que por vosotros será entregado...


Con gran tino presenta hoy la Iglesia la Eucaristía como memorial de la Pasión. Cuantas veces recibas este Sacramento en estos días, recuerda, alma cristiana, que se renueva aquel acto augusto de la noche del Jueves Santo, y que la Hostia que se te ofrece, es un despojo divino del Sacrificio de la Cruz perpetuado en los altares.


¡Qué sentimientos tan tiernos despertará en ti esta consideración!


Atiéndenos y defiéndenos con perpetuos auxilios, oh Señor Santísimo, Padre Todopoderoso, Dios eterno; Tú que pusiste la salvación del género humano en el Árbol de la Cruz, para que de donde salió la muerte, de ahí renaciese la vida, y el que en un árbol venció, en un árbol fuese vencido, por Cristo nuestro Señor. Amén.

los papas - 21

Urbano VI (8 abril 1378 - 15 octubre 1389)
La elección disputada.
En una obra clásica, M. Creighton {A history of the papacy during the period of Reformation, Londres, 1882) recomendaba considerar como unidad todo el período que media entre la discutida elección de 1378 y la muerte de Pío II, en 1464. Durante este período de aguda crisis la principal batalla doctrinal giró en torno a esta cuestión: si la plenitudo potestatis pertenece a una persona o, por el contrario, a la comunidad de donde dicha persona la recibe. En esta línea, T. Brian {Foundations of the Conciliar Theory: the contribution of the medieval Canonist from Granan to the Great Schism, Cambridge, 1955) advierte que el conciliarismo no surgió como consecuencia del cisma, sino que le precede, apoyándose en el derecho romano y en el principio tantas veces repetido de que «lo que a todos atañe por todos tiene que ser decidido», que se incorporó a las Decretales. La Iglesia ha establecido oficialmente que Urbano VI, Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII fueron legítimos, y a ese criterio nos vamos a acomodar. Pero no estaba claro en su tiempo que Clemente, Benedicto, Alejandro y Juan fuesen antipapas. Es un matiz que debe tenerse en cuenta para entender lo que sigue. Los dieciséis cardenales que se hallaban en Roma decidieron seguir el consejo que les diera el difunto papa y reunirse en cónclave sin esperar la llegada de los seis que residían en Avignon. Se encerraron, pues, los once franceses, cuatro italianos y un español, el 7 de abril de 1378. Los lemosinos querían seguir la tradición eligiendo a uno de los suyos y los demás estaban decididos a impedirlo; ningún grupo estaba en condiciones de reunir una mayoríli suficiente. Desde los funerales de Gregorio XI se estaban produciendo alborotos en Roma reclamando la elección de un romano o, al menos, de un italiano, listo reducía a dos las candidaturas, el ancianísimo Tebaldeschi y Jacobo Orsini, ninguno de los cuales resultaba aceptable al colegio. Hubo que despejar el palacio alejando los grupos armados antes de que don Pedro de Luna, el clavero, cerrara las puertas; afuera quedaba, como custodio del cónclave, el arzobispo de Marsella, que se comunicaba con los cardenales por un ventanuco. Constantemente advertía que debían darse prisa porque los alborotos iban en aumento. Para calmar impaciencias había prometido, como si fuese iniciativa de los cardenales, que la elección de un italiano se haría en plazo de uno o dos días. Orsini propuso como solución elegir a algún eclesiástico fuera del colegio y fue Pedro de Luna, en conversación con el cardenal de Limoges, Juan de Cros, quien mencionó el nombre de Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari, encargado de la cancillería y hombre de confianza del anterior pontífice. Aunque Orsini se opuso a esta candidatura no tardaron en reunirse los votos suficientes. Consta que algunos de los cardenales, al votarle, formularon ya reservas acerca de la libertad con que procedían. A las nueve de la mañana del 8 de abril se pasó al arzobispo de Marsella una lista de seis obispos italianos pidiéndole que les hiciera acudir; el primer nombre era el de Prignano. Volvió a insistir el custodio en que no perdiesen más tiempo porque las cosas se estaban poniendo muy mal. Cuando Orsini, a través del ventanuco, dijo que ya había papa y que la gente debía dirigirse a San Pedro, muchos entendieron que el elegido era Tebaldeschi, cardenal precisamente de dicho título; otros, por el contrario, confundieron Bari con Juan de Bar, lemosín y cardenal, por lo que aumentó el alboroto. La muchedumbre rompió las puertas invadiendo el aula y alguien, para salir del paso, señaló a Tebaldeschi que, pese a sus protestas, fue alzado en hombros y llevado a San Pedro mientras se cantaba un Tedeum. Los cardenales aprovecharon el pequeño respiro para huir: unos salieron de Roma; otros se refugiaron en Sant'Angelo.
Urbano VI, papa.
Aclaradas las cosas, Prignano manifestó que se consideraba legítimo y no estaba dispuesto a renunciar. En la mañana del día 9, cinco cardenales, Florencia, Marmoutier, Grandeve y Luna le cumplimentaron conociendo que había decidido tomar el nombre de Urbano VI: ellos le garantizaron una elección unánime. Los refugiados de Sant'Angelo también le prestaron obediencia por medio de comisionados. De este modo, cuando se produjo la coronación en Letrán, parecía existir unanimidad en el acatamiento. De ahí que un sector de historiadores haya llegado a la siguiente conclusión: si bien el cón- clave, atemorizado y quebrantado, puede ofrecer dudas en cuanto a su legitimidad, ha existido una legitimación a posteriori por el reconocimiento unánime. M. Scldmayer (Día Anfange des grossen Abendlandischen Schismas, Münster, 1940) y O. Prerovsky (L'elezione di Urbano VI e l'insorgere dello scisma d'Occidente, Roma, 1960) han estudiado a fondo los 60 escritos que Martín de Zalba, obispo de Pamplona, reunió para don Pedro de Luna y que constituyen hoy los llamados Libri de schismate en el Archivo Vaticano. Se encuentran en ellos los argumentos que ambas partes esgrimieron en defensa de su legitimidad y también los interrogatorios de testigos presenciales desde marzo de 1379 al verano de 1386; destaca en todo este trabajo, por su importancia, el de los enviados de Juan I de Castilla (1379-1390), que sirvió de base a la declaración de Salamanca de mayo de 1381. Al margen de circunstancias políticas, la decisión castellana fue tomada con perfecto conocimiento de causa. Hay unanimidad, en todos estos testimonios, relacionada con un punto: la elección fue viciada por «metus qul cadit in constantem virum». Como una consecuencia de este hecho los reyes, que estaban recibiendo informes acerca de la elección, retrasaron más de lo normal la prestación de obediencia. Algunos, como los de Navarra y Aragón, hasta una fecha tan tardía como el 1390 y el 1388 respectivamente. Existe, pues, motivo fundado acerca de una carencia de legitimidad de origen. Sin embargo no fue ésta, sino la de ejercicio, la que actuó como factor desencadenante. Porque, evidentemente, Urbano provocó los odios con su actuación. Decidido a actuar como soberano absoluto, mostró recelo, desconfianza y desvío al colegio de los cardenales. No podía ocultar el resentimiento que en él despertaban. A menudo decía que un especial designio de Dios le había hecho papa para cambiar las cosas. Cubría a los purpurados de insultos, cayendo en extravagancias como cuando interrumpió a un padre dominico que predicaba contra la simonía para exclamar que desde aquel momento excomulgaba a los simoníacos, incluyendo en esta categoría a los cardenales. Insultó a los obispos residentes en Roma acusándoles de abandonar sus sedes y obligando a Martín de Zalba a decirle que estaban allí no por voluntad propia, sino porque sus servicios eran requeridos en la curia. El 25 de abril llegó a Roma Juan de Lagranje, uno de los que permaneciera en Avignon, para prestar obediencia, y tuvo con el papa un serio altercado. Fue en casa de este cardenal, transcurridos veinte días desde la elección, donde se produjeron las primeras reuniones en que se hablaba francamente de considerarla inválida: alguien explicó que el miedo había obligado a votar en favor de un candidato que se esperaba no aceptase, permitiendo así pasar a elecciones verdaderamente libres.
Clemente VIL
Al acercarse el verano, los cardenales salieron uno a uno de Roma y fueron a instalarse en Anagni. Allí llegó también don Pedro de Luna el 24 de junio. En este momento explicaron los miembros del colegio al embajador español, Alvaro Martínez, que todos estaban ya de acuerdo en considerar la elección como ilegítima, salvo él. Martínez habló con don Pedro, que le contestó que estaba estudiando minuciosamente el asunto porque no quería cometer un error canónico en esta ocasión. Ante las noticias que llegaban, Urbano VI no se atrevió a ir a Anagni y escogió Tívoli como residencia estival. Desde aquí pidió a los tres cardenales italianos que le acompañaban, Orsini, Brossono y Corsini, que fueran a negociar con sus compañeros, ofreciéndoles todo el favor y benevolencia que pudieran desear. Demasiado tarde: el colegio, con casi unanimidad en sus opiniones, comunicó su postura: las dudas acerca de la legitimidad del cónclave eran tan invencibles, que se precisaba repetirlo. Nada se oponía a que Prignano, u otro, fuera el elegido. Los italianos se sumaron a esta opinión, de modo que cuando Urbano VI la rechazó afirmando su indiscutible legitimidad, sólo el anciano Tebaldeschi permanecía en su obediencia. En estas circunstancias se produjo la victoria de Bernardon de Lasalle, que obedecía a Roberto de Ginebra, sobre las milicias romanas, y hubo la sensación de que la causa de Urbano VI estaba perdida. Los cardenales franceses abandonaron sus escrúpulos y el 2 de agosto de 1378, transcurridos cuatro meses, publicaron un manifiesto en que declaraban inválida la elección y a Urbano VI intruso si se empeñaba en seguir ostentando la calidad de papa. El 20 de septiembre, en Fondi, protegidos por la reina Juana I de Nápoles, procedieron a una nueva elección de Roberto de Ginebra, que fue coronado el 31 de octubre como Clemente VIL Había bastado un escrutinio: se confiaba en sus dotes militares y políticas para alcanzar una pronta victoria. Nacido en Ginebra en 1342, hermano del conde de Saboya y pariente por su madre del rey de Francia, había sido nombrado cardenal por Gregorio XI en 1371. Como legado era responsable de las victorias y también de la crueldad con que se había llevado la guerra contra Florencia. Aunque había sido el primero en prestar acatamiento a Urbano VI, explicando en carta a Carlos IV del 14 de abril del mismo año, que no tenía dudas respecto a la legitimidad del papa, seguramente los malos tratos que recibiera de este último le habían inducido a un cambio de opinión.
La división de la cristiandad. Comenzaba un cisma.
Clemente, que contaba con los Anjou y con sus propias compañías de mercenarios, confiaba en liquidarlo mediante un golpe militar, pero en febrero de 1379 sufrió una primera derrota en Carpineto. El 30 de abril, perdido Sant'Angelo, sus dos principales capitanes, Bernardon de Lasalle y Louis de Montjoie, cayeron prisioneros. El sedicente papa tuvo que refugiarse en Nápoles para emprender por vía ma-ítima el retorno a Avignon, donde llegó el 20 de junio del mencionado año. En su ausencia, Urbano VI conseguiría provocar una revuelta en Nápoles, derribando a la reina Juana, que fue sustituida por Carlos de Durazzo, hijo de Luis de Hungría (1342-1382). Una expedición del duque de Anjou fracasó por la muerte inesperada de este príncipe. Salvatorc Fodale {La política napolitana di Urbano VI, Roma, 1973) atribuye una importancia decisiva a este éxito logrado por Urbano VI en Nápoles, que hizo que toda Italia, salvo Saboya, por razones obvias, le obedeciera. Esta obediencia, sin embargo, le reducía al papel de un papa italiano, pues las dos grandes fuerzas políticas que le reconocieron, Inglaterra y Alemania, aprovecharon esta ocasión para afirmar su propia independencia. Wenceslao, lo mismo que su padre, hizo que la Dieta de Frankfurt (febrero 1379) se pronunciara en favor de Urbano, una conducta que fue seguida en Escandinavia y Hungría. Pero las intensas maniobras diplomáticas de Clemente VII lograron que, a su favor, se situaran las diócesis del alto Rhin, Constanza, Basilea, Estrasburgo, Baviera, Austria y el conde Eberhardo de Wutenberg, de modo que Alemania quedó dividida. La división afectó muy seriamente a las universidades. Noel Valois (La France et le Grand Schisme d'Occident, 4 vols., París, 1896-1902), en un trabajo que sigue siendo imprescindible, coincide con Guy Mollat en afirmar la buena fe con que, más allá de las circunstancias y conveniencias políticas, procedieron los clementistas. Los maestros universitarios insistían en que el tacitas consensus no era suficiente para salvar los gravísimos defectos del primer cónclave, que exigían una nueva reunión confirmatoria por parte de los cardenales; al no haberse producido ésta era evidente la ilegitimidad de Urbano. La absoluta incapacidad de éste demostrada en los primeros meses de gobierno era una segunda razón a añadir. Ello no obstante parece indudable que pesaron mucho las razones políticas: Francia se decidió pronto, porque quería un papa que siguiera la línea avignonense. Inglaterra no podía estar en su mismo bando y el clementismo escocés responde a la hostilidad hacia los ingleses. El caso de Portugal es significativo: fue clementista, urbanista, otra vez clementista y definitivamente urbanista a tenor de las cambiantes alianzas que iba contrayendo. Esta división, que parecía aislar a Francia, dio una importancia decisiva a los reinos españoles. Ya hemos dicho cómo Aragón y Navarra retrasaron mucho su decisión. Enrique II (1368-1379) y su hijo Juan I, en Castilla, defendieron la idea de abrir una amplia información que permitiera conocer los hechos y, después, que los cuatro reinos peninsulares se pusiesen de acuerdo para reconocer juntos al mismo pontífice. Cuando Portugal se adelantó a formular su declaración, la idea de la conferencia conjunta fue abandonada. Ello no obstante, puede decirse que la decisión castellana fue muy cuidadosamente preparada. En principio, el arzobispo de Toledo dispuso que en las misas se mencionara únicamente «pro illo qui est venís papa», sin dar nombre alguno. Dos asambleas del clero, ambas en Toledo (noviembre y diciembre de 1378), concluyeron afirmando que la única solución residía en la convocatoria de un concilio y que, mientras tanto, era imprescindible recoger las opiniones de los protagonistas y de modo especial de quien durante tanto tiempo ciñera la tiara sin obstáculo. Los obispos que asistieron a las cortes de Burgos de 1379, primeras del reinado de Juan I, coincidieron en esta opinión. Tres embajadores, Ruy Bernal, fray Fernando de Illescas y Alvaro Menéndez fueron los encargados de recoger en Avignon y Roma la correspondiente información. Pero Clemente VII decidió enviar a España a don Pedro de Luna con amplísimos poderes de legado a fin de atraer a estos reinos a su causa. Su tesis favorita consistió en decir que sólo los cardenales podían decidir si la primera elección era verdadera o falsa. Urbano, que contaba con el importante apoyo de fray Pedro de Aragón, delegó en un franciscano, fray Menendo, el cual fue capturado en el mar por piratas catalanes y tardó en recobrar la libertad. La documentación recogida, abundantísima, fue estudiada en una asamblea reunida en Medina del Campo (23 de noviembre de 1380). Tras largos debates se llegó a la conclusión de que la primera elección era inválida y, por consiguíente, Clemente VII fue reconocido en un acto solemne que tuvo lugar en Salamanca el 19 de mayo de 1381. No puede negarse que había también una congruencia política con las actividades de don Pedro de Luna y los intereses de Francia.
Posiciones doctrinales y fácticas.
Cada obediencia ahora estaba formada por un número suficiente de reinos como para organizarse como si fuera una verdadera Iglesia. No cabía esperar una victoria militar que eliminase a uno de los dos electos, ni tampoco que se produjera la renuncia de ninguno de ellos. Conforme pasaba el tiempo se tornaba más difícil para los reyes cambiar de opinión, pues el reconocimiento de que obedecían al papa equivocado hubiera conducido a la nulidad de todos los actos ejecutados por él. Ya G. J. Jordán {The inner history o] the Great Schism, a problem of Church unity, Londres, 1930) llegó a la conclusión de que el conciliarismo era la consecuencia lógica y casi inevitable del impasse a que se había llegado en punto de doctrina. Fue formulado por Enrique de Langenstein (Epístola pacis de mayo de 1379; y Epístola concilii pacis de 1381) y por el preboste capitular de Worms, Conrado de Gelnhausen (Epístola brevis, 1379; Epistolae concordiae, mayo de 1380), lo mismo que por el arzobispo Tenorio en sus primeras intervenciones. Se afirmaba que la plenitudo potestatis tiene su origen en la Iglesia y es ejercida ordinariamente por el papa; pero en circunstancias excepcionales como éstas en que no es posible saber dónde está el legítimo vicario de Cristo, la única solución que queda es volver a la fuente, esto es, la Iglesia misma, de la que el concilio puede considerarse cabal expresión. Urbano VI, invitado por los príncipes alemanes, rechazó la idea de convocar el concilio.
Los dos rivales.
Puede considerarse como un dato seguro la inestabilidad patológica de Urbano VI. Comenzó creando 29 cardenales a fin de disponer de un colegio, pero les trató tan mal como a sus antecesores. Desentendiéndose de los asuntos de Europa --circunstancia que permitiría a Inglaterra reforzar el poder real sobre la Iglesia--, puso su interés únicamente en Italia. Carlos de Durazzo, una vez consolidado como rey de Nápoles, pudo aspirar a la hegemonía sobre la península. Pero entonces las relaciones se hicieron difíciles porque Urbano trataba de intervenir directamente en el gobierno napolitano. En octubre de 1363, Carlos ordenaría prender al papa en Aversa: en este momento el monarca estaba de acuerdo con un grupo de cardenales para introducir una modificación en el gobierno de la Iglesia que acabara con las arbitrariedades: un consejo de regencia se encargaría del poder, sustituyendo al papa, al que se declararía incapaz. Urbano descubrió el plan: aprisionó a seis cardenales y al obispo de Aversa (enero de 1385), haciéndoles objeto de atroces torturas. Carlos, excomulgado, puso cerco a Nocera: varias veces al día Urbano se asomaba a una ventana para fulminar la excomunión contra sus sitiadores. Pudo escapar, llegando a Genova, en donde apeló la ayuda de los gibelinos para reclutar un ejército que le permitiera combatir primero a Carlos y luego a la viuda de éste que se había declarado clementista. Cinco de los cardenales presos desaparecieron sin dejar rastro y otros dos se pasaron al bando enemigo. Cuando Bartolomé Prignano murió el 15 de octubre de 1389, la atmósfera de odio y temor que con su conducta creara dio pábulo a la sospecha de que hubiera sido envenenado. Paralelamente, Clemente VII organizaba desde Avignon una eficiente burocracia: basta comparar la riqueza de sus registros con los de Urbano para comprender la diferencia. Ello no obstante, el papa de Avignon comenzó a perder apoyos. La Universidad de París, en una asamblea (20 de mayo de 1381), acordó defender la tesis de que sólo el concilio podría ser vía eficaz para la solución del cisma. Mientras vivió Carlos V y la influencia angevina permaneció dominante, la corte se mostró firme: Pedro de Ailly y Jean Rousse que fueron a llevar la preocupación de los universitarios, obtuvieron una pésima acogida. De todas formas, decían los expertos, el concilio presentaba una dificultad: para ser legítimo es preciso que un papa firme la convocatoria. Evidentemente, ninguno de los dos estaba dispuesto a hacerlo. Algunos profesores abandonaron la universidad y se pasaron al urbanismo. Hasta el final, Clemente VII creyó que la solución al problema era únicamente militar: que su rival fuera destruido. Los errores de Urbano VI y el asesinato de Carlos de Durazzo le dieron grandes esperanzas. El matrimonio de Luis de Turenne con una Visconti y el movimiento que favorecía las aspiraciones de Luis II de Anjou al trono de Nápoles, ofrecían buenas perspectivas, ya que Urbano estaba absolutamente desprestigiado. Paradójicamente, su muerte iba a permitir la recuperación de su bando.

Bonifacio IX (2 noviembre 1389 - 1 octubre 1404)
Recuperación.
Los catorce cardenales urbanistas supervivientes se reunieron en Roma rechazando la fórmula de liquidación rápida del cisma que hubiera sido la elección de Clemente. Dos previos candidatos, Poncello Orsini y Angelo Acciauoli, fueron incapaces de reunir los votos necesarios y hubo que llegar a un compromiso para elegir a Pietro Tomacelli, a quien había nombrado cardenal Urbano VI, en 1381, y que era como él oriundo de Nápoles. Muy elocuente y diestro en el manejo de la diplomacia, no poseía una gran preparación ni tampoco formación intelectual. Con gran decisión defendió su legitimidad, rechazando cuantos medios se le proponían para acabar con el cisma. Su influencia fuera de Italia fue aún menor que la de su antecesor, pero en cambio reforzó el dominio sobre las posesiones en la península. En el momento de la muerte de Urbano estaba en marcha un gran proyecto clementista que consistía en hacer de Luis II de Anjou (1377-1417) un feudatario de la Santa Sede con la totalidad de los dominios de Ancona, Romagna, Ferrara, Rávena, Bolonia, Perugia y Todi, bajo el título de reino de Adria. Bonifacio consiguió desbaratar este plan coronando a Ladislao (1386-1414), hijo de Carlos de Durazzo, y operando con él y sus partidarios un giro en la conducta hacia la reconciliación. Los angevinos fueron expulsados de la parte que ocupaban en Nápoles y en los Estados Pontificios. Puede decirse que de este modo la via facti quedó pulverizada. Dejaba tras de sí pesadas consecuencias: las campañas de Italia, el lujo de una corte que con menos países quería seguir manteniendo las mismas dimensiones del pasado y la necesidad de indemnizar a los capitanes de mercenarios --entre los que figuraba un sobrino de Gregorio XI llamado Raimundo de Turenne--, agotaron todos los recursos. Avignon dependía prácticamente de Francia, pues sólo ésta, y en menor medida España, se hallaba en condiciones de remediar sus necesidades. No muy distinta era la situación de Bonifacio IX, obligado a combatir en todos los frentes. Coronó en Gaeta a Ladislao de Nápoles (29 de mayo de 1390). Encomendó las lugartenencias de Spoleto y la marca de Ancona a dos de sus hermanos y se ocupó personalmente de someter a Roma. La guerra de Nápoles duraría diez años y las contiendas romanas no concluyeron hasta 1398, consumiendo grandes cantidades de dinero. Precisamente las reformas de Bonifacio ponen punto final a la estructura republicana que se arrastraba desde la época avignonense. Sus fuentes de ingresos estaban reducidas a las rentas de los Estados Pontificios. No es extraño que reapareciese la simonía a gran escala. No expresó Tomacelli nunca la menor duda de que era el legítimo papa: la posesión de Roma le parecía una señal inequívoca. En consecuencia, no tenía previsto para el cisma otro final que la renuncia de su contendiente; en 1390 propuso a Clemente que, si abdicaba, él y sus cardenales conservarían esta condición, reconociéndosele además una legación sobre Francia y España, que eran precisamente los territorios que dirigía. La propuesta no fue ni siquiera escuchada.
Las vías de la universidad de París.
Ahora la posición de Francia había cambiado y se deseaba la conclusión del cisma. Pero como ya explicara K. Eubel {Die Avignonische Obedienz der Mendikanten-Orden sowiet der Orden del Mercedarier und Trinitarier zur Zeit des grossen Schismas, Paderborn, 1900), no era posible, dado el profundo esquema de división que se había producido, llegar a un punto en que se reconociese que una mitad de la cristiandad había vivido en el error y la otra mitad en la legitimidad. El 6 de enero de 1391 el canciller de la Universidad de París, Juan Gerson (1363-1429), acusó a la corte de mantener el cisma por razones políticas. Se hizo una primera gestión cerca de Clemente VII, formulándose la propuesta de que ambos papas abdicasen, permitiendo a los cardenales reunirse para elegir otro sin disputa. La respuesta fue negativa. El papa se limitó a ordenar la celebración de la misa pro sedandis schismatis (29 octubre 1393). En octubre de 1394, tras la caída de los marmousets y la asunción del poder por los duques de Berry, Borgoña y Orléans, el Consejo real de Francia pidió a la Universidad de París que elaborara una propuesta acerca de los medios que podían aplicarse para la liquidación del cisma. Se hizo una consulta mediante votación secreta y en pocas semanas se recogieron más de 10.000 boletos. Resultado final de la consulta fue la formulación de tres vías: a) cessionis, consistente en que ambos papas renunciaran simultáneamente; b) transactionis, mediante una negociación entre ambas partes para descubrir quién era el legítimo, recurriendo si era necesario a un procedimiento de arbitraje; y c) concilii, convocatoria de un concilio ecuménico. Se recomendó particularmente la primera por ser la que menos dificultades presentaba. A. Esch (Bonifaz IX und der Kirchenstaat, Tübingen, 1969) hace una advertencia: las tres vías parisinas se produjeron únicamente en el ámbito de obediencia clementista, pues Bonifacio rechazó resueltamente cualquier propuesta que no fuera de reconocimiento de su propia legitimidad.
Pedro de Luna, papa.
Murió entonces Clemente VII (16 de septiembre de 1394) y la corte francesa ejerció presiones sobre los cardenales para que no procediesen a una nueva elección. Ellos argumentaron como sus colegas de Roma: eso era tanto como admitir que durante quince años ellos habían actuado con ilegalidad. Aceptaron en cambio firmar un documento comprometiéndose a poner todos los medios, incluso la abdicación, para acabar con el cisma. Por unanimidad, el 28 de septiembre, fue elegido Pedro Martínez de Luna, nacido en Illueca (Aragón), de 66 años, cardenal de Santa María in Cosmedin y una de las primeras autoridades en derecho canónico de su tiempo. Elevado al cardenalato en 1375, era un hombre de irreprochable conducta y sumamente enérgico, si bien S. Puig y Puig {Pedro de Luna, Barcelona, 1920) reconoce que a veces era difícil distinguir la firmeza de la terquedad. Testigo de primera magnitud en el cónclave de 1378, se había convertido luego en uno de los principales colaboradores de Clemente VII, siendo decisiva su parte en la obediencia de España. En 1393, estando en París, había defendido la tesis de la abdicación si era precisa para liquidar el cisma. Apenas elegido escribió a Carlos VI: era su firme voluntad poner todos los medios precisos para una justa solución del problema. Fue encargado de llevar la respuesta del Consejo el maestro Pedro de Ailly, a quien el papa, según L. Salembier {Le cardinal Pierre d'Ailly, chancelier de l'Université de París, évé- que du Puy et de Cambrai, Tourcoign, 1932), atraería para su causa, convenciéndole de que su propuesta de negociación era la correcta. Mientras tanto, un nuevo personaje, Simón Cramaud, que desde 1391 era patriarca de Alejandría y administrador apostólico de la diócesis de Avignon, entraba en escena. Según H. Kaminsky («The carlier career of Simón Cramaud», Speculum, XIX, 1974), se trataba de un ambicioso que había hecho de la abdicación del papa un objetivo que llegaría a obsesionarle. Se encargó de presidir una asamblea del clero en París (2 febrero de 1395), contando con el apoyo del duque de Berry, en la cual los 109 asistentes concluyeron que debía exigirse, sin más demora, la abdicación de Benedicto XIII. Los duques de Berry, Borgoña y Orléans viajaron a Avignon en mayo de 1395 para exigir sin ambages dicha fórmula. La corte francesa, que ya no manejaba a Benedicto, tampoco tenía el menor interés en sostenerle.
Camino del galicanismo.
La respuesta de don Pedro de Luna fue que la via cessionis era anticanónica (un papa no puede ser obligado a abdicar) y creaba males mayores que los que se trataba de remediar, pues en adelante el primado romano quedaría sometido a las veleidades de la política. Y en el momento actual, su renuncia, conocida la negativa de Bonifacio, dejaría al descubierto la cuestión de la legitimidad. Propuso la que llamó via conventionis o via iustitiae: los dos papas se reunirían para conversar o negociarían por medio de plenipotenciarios, siendo ellos, sin interferencias exteriores, quienes aclarasen la cuestión de la legitimidad; en caso de no obtener resultados, ambos, de consuno, abdicarían, fijando las condiciones para la elección del nuevo papa sin disputa. Una nueva asamblea del clero francés, más agria, rechazó la via conventionis (agosto de 1396). Por su parte, Benedicto XIII envió procuradores a Roma en dos momentos (diciembre 1395 y otoño 1396) intentando el contacto directo con Bonifacio, aunque sin resultados. El obispo de Elna fue acusado de intentar en Roma una revuelta. Al de Tarazona se dijo que ni por medio de entrevista directa ni por vía de plenipotenciarios estaba el papa dispuesto a negociar. Los consejeros de Carlos VI tomaron contacto con sus aliados de España y con los reyes de Inglaterra y de Alemania aprovechando un tiempo de tregua. El objetivo era formar una embajada de príncipes de las dos obediencias para presentar la propuesta de abdicación. Al final, sólo Enrique III de Castilla (1390-1407) y Ricardo II de Inglaterra (1377-1399) incorporaron sus procuradores a los de Francia (junio de 1397). Colard de Caleville conminó a Benedicto en Avignon; los británicos formularon en Roma a Bonifacio IX la misma demanda. En mayo de 1398 Wenceslao, por propia iniciativa, haría una gestión semejante. Todas fracasaron. Pedro de Luna se atrincheró tras su propuesta de negociación y Tomacelli en su indiscutible legitimidad. De modo que se cumplieron los plazos del ultimátum (febrero de 1398) sin que ninguno de los papas diera un paso hacia la solución del cisma. El 22 de mayo de 1398, una nueva asamblea del clero francés acordó que el único modo de obligar a Benedicto a entrar por la via cessionis era «sustraerle» la obediencia, es decir, bloquear absolutamente las rentas que desde Francia se le suministraban. Francia ejecutó la sustracción el 27 de julio de este mismo año y Castilla el 13 de diciembre. Escocia, Navarra y Aragón, rechazaron el procedimiento. En aquella asamblea, lo mismo que en la literatura doctrinal que siguió, se formularon ya tesis de sometimiento a la monarquía que forman el precedente del galicanismo y del anglicanismo. Se dijo que al rey corresponde velar por la salud espiritual de sus súbditos incluso contra el papa. Pierre Plaoul añadió que el pontífice es tan sólo mandatario de la Iglesia, elegido, mientras que el monarca, suscitado por Dios desde la cuna, es vicario del mismo Dios. Pierre le Roy sostuvo que, en consecuencia, el papa está sometido al concilio, que es la expresión de la Iglesia. Sin embargo, la sustracción revelaría, con su fracaso, lo que podía esperarse de un sometimiento de la Iglesia al Estado. Las universidades, privadas de libertad y de muchos de sus medios de vida, fueron las primeras que reclamaron el retorno a la normalidad.
Sin obediencia.
Sobre Benedicto se ejercieron muy fuertes presiones. Tras la sustracción, sólo cinco cardenales permanecieron a su lado; los demás se trasladaron a Villeneuve-les-Avignon, al amparo de las tropas francesas que, mandadas por Godofredo Boucicaut, sitiaron estrechamente el palacio, fuertemente defendido por doscientos soldados aragoneses que rechazaron incluso un asalto. Enrique III protestó de esta violencia y Martín I de Aragón (1395-1440) envió una flota que remontó el Ródano hasta Arles, logrando una especie de tregua (10 de mayo de 1399) tras haberse obtenido del papa una promesa de abdicar en el caso de que su rival lo hiciese o muriera sin que se eligiese sucesor. Pero el papa había hecho levantar acta de que tal juramento era inválido al serle arrancado por la fuerza. El asedio se convirtió en bloqueo. Estas circunstancias permitieron a Bonifacio IX afirmarse. Genova y Nápoles le ofrecieron obediencia, de modo que prácticamente toda Italia --pero sólo Italia-- le obedecía. Para conservar la frágil fidelidad de Ricardo II y de Wenceslao --que sería sustituido por Roberto el Palatino en agosto de 1400—hizo concesiones, como la entrega de los diezmos eclesiásticos, que prácticamente desmantelaban la independencia de las Iglesias locales. Bonifacio se desprestigió porque la simonía y la venta de indulgencias eran el único medio desesperado que tenía para procurarse dinero. Había un terrible contraste entre el papa, desprendido y austero, y los abusos escandalosos de la curia. En 1402 las cosas comenzaron a cambiar en favor de Benedicto XIII. Los eclesiásticos estaban cada vez más asustados ante la intrusión de los laicos. La Universidad de París, privada de beneficios y rentas, hubo de cerrar sus aulas en 1400. Las de Orléans y Toulouse se pronunciaron abiertamente contra la sustracción. Provenza restituyó la obediencia y Luis II de Anjou se convirtió en un firme apoyo para la causa del papa. En la noche del 11 de octubre de 1403, con hábito de cartujo, el papa abandonó el palacio, al que jamás regresaría, refugiándose en casa del embajador catalán, Jaime de Prades, desde donde pasó a Chateau-Rcnard. Entonces los habitantes de Avignon, en la mañana del 12 de octubre, se amotinaron contra las tropas francesas aclamando al papa. Los cardenales acudieron también a su lado. Enrique III restableció la obediencia y, al final, Carlos VI tuvo que hacer lo mismo. Al finalizar el año 1403, don Pedro de Luna estaba instalado en Marsella anunciando que iba a poner en marcha la vía iustitiae. Envió una embajada a su rival que alcanzó Roma el 22 de septiembre de 1404. Bonifacio estaba muy enfermo. Los avignonenses proponían una entrevista personal entre ambos papas con el compromiso moral de abdicar si no se llegaba a un acuerdo. Las discusiones, especialmente el 29 de septiembre, fueron tormentosas. Como el papa murió a los dos días, los cardenales culparon a los embajadores de su fallecimiento, les redujeron a prisión y obligaron a pagar un fuerte rescate.


Inocencio VII (17 octubre 1404 - 6 noviembre 1406)
Nueva elección.
El cónclave romano no necesitó mucho tiempo para llegar a la elección de Cosimo Gentile de Migliorati, arzobispo de Bolonia y cardenal presbítero, un hombre que iba a cumplir 70 años y cuya más importante trayectoria le situaba en el estudio del derecho. Legado en Toscana y Lombardía, había prestado grandes servicios a Bonifacio IX. Los cardenales se negaron a atender los ruegos de los embajadores de Benedicto, que proponían retrasar la elección hasta llegar a un acuerdo que permitiera la liquidación del cisma. El que pasó a llamarse Inocencio VII se había comprometido bajo juramento, antes de su elección, a poner todos los medios a su alcance para restaurar la unidad, incluyendo su propia abdicación. Presionado por el rey de Romanos, accedió a convocar un concilio que debería reunirse en Roma el 1 de noviembre de 1405, pero los embajadores de Benedicto XIII, rescatados al fin, regresaron a Marsella con el convencimiento de que nada iba a hacerse. De hecho el concilio, pospuesto dos veces, acabaría siendo olvidado. Benedicto XIII abandonó Marsella el 2 de diciembre de 1404, dirigiéndose a Italia: con él viajaban sus dos grandes aliados, Luis II de Anjou y Martín I; suya era la flota que les transportaba. Los colectores de Francia y el soberano aragonés contribuyeron a reunir la suma de 128.000 francos de oro en que se cifraban los costes de la operación. El 21 de diciembre llegaba a Niza. Monaco envió al papa las llaves. Toda la Costa Azul se declaraba en favor suyo. El 16 de mayo de 1405 fue recibido en Genova con todo honor. San Vicente Ferrer, con su palabra y sus prodigios, contribuía a dar un ambiente popular a la expedición. Las noticias que llegaban del otro campo eran muy favorables: a causa de los disturbios acaecidos en Roma, Inocencio VII había tenido que refugiarse en Viterbo. Benedicto comunicó que estaba dispuesto a ir a esta ciudad, si se le proporcionaba un salvoconducto, para tener allí la entrevista. Pero Inocencio se negó en redondo a ambas cosas. Una gran decepción se produjo en todo Occidente cuando Benedicto regresó a Marsella el 4 de diciembre del mismo año.
Interviene Ladislao.
En el fondo, Inocencio era un instrumento en manos del rey Ladislao, que temía que una reconciliación con Luis II de protagonista significara el desconocimiento de sus derechos a Nápoles: hizo jurar al papa que ninguna clase de acuerdo concluiría sin que se incluyese la confirmación de su legitimidad. Las tropas napolitanas habían aprovechado la ausencia del papa para adueñarse de Roma, incluyendo el castillo de Sant'Angelo. Aunque Inocencio llegó a fulminar la excomunión contra Ladislao por estas usurpaciones (marzo 1406), no le quedaba otro remedio que rendirse: fuera de Ladislao no tenía ningún otro punto de apoyo. Y así el 1 de septiembre de 1406 le nombraría gonfaloniero de la Santa Sede y protector de los Estados Pontificios. Cuando Benedicto XIII envió a París al cardenal Antonio Challant para dar cuenta de sus gestiones, fue recibido con absoluta frialdad. El duque de Borgoña, que gobernaba en nombre de Carlos VI, a quien la pérdida de razón in- capacitaba, se mostró declarado enemigo de don Pedro de Luna, cuya abdicación exigía sin condiciones. Una embajada de Enrique III volvió a insistir: la vía cessionis era la más conveniente. En una nueva asamblea del clero, Simón Cramaud se mostró sumamente crítico no sólo en relación con ambos papas, sino con la institución misma del pontificado, tal y como había salido de la experiencia centralizadora de Avignon. Cuando la asamblea clausuró sus sesiones, el 4 de enero de 1407, quedó flotando en el aire la idea de que había que reclamar a toda costa las «libertades de la Iglesia de Francia». Los medios prácticos para acabar con el cisma estaban pasando a un segundo plano ante esta explosión de galicanismo. En este momento llegó la noticia de que Inocencio VII había muerto en Roma el 4 de enero de 1406.

jueves, 29 de marzo de 2012

Pio piadoso

Publicado en la revista, IESUS CHRISTUS, Nº 64 año 1999.

Este último año de un siglo cada vez más decadente ha visto en el mes de mayo la beatificación del Padre Pío ese santo religioso que Dios ha colocado como un signo para nuestra época. En efecto, mientras se quiere hacernos creer en una nueva Iglesia "carismática", no se encuentran más auténticos "santos milagrosos" como todos aquellos que jalonaron la historia de la Iglesia desde Pentecostés. El Padre Pío parece terminar así su radiante procesión, y de una magnífica manera: como el único sacerdote que llevó los estigmas de Nuestro Señor Jesucristo.
Se ha escrito mucho sobre el Padre Pío -al parecer, más de seiscientas obras- y se ha insistido mucho sobre lo que tenía de extraordinario en su vida: no solamente sus numerosos carismas (penetración de conciencias, curaciones, resurrecciones, bilocaciones, éxtasis, aromas, profecías, etc...) sino también los increíbles sufrimientos que sobrellevó desde su más tierna infancia, las persecuciones sufridas por parte de algunos hombres de Iglesia y hasta de cofrades en religión. Todo esto, sin olvidar sus dos grandes obras de caridad: la fundación de la " Casa del sufrimiento" y de los "Grupos de oraciones".
Entonces, se nos presenta al Padre Pío como un santo más admirable que imitable, y -al fin de cuentas- las lecciones más interesantes de esta vida corren el riesgo de escapársenos, junto con las aplicaciones prácticas que podrían transformar nuestra existencia. Así es que vamos a tratar -bien que imperfectamente- de destacar algunas, esperando saber sacar provecho de ellas, y pidiendo que el Padre, desde lo alto, nos asista fuertemente tal como lo ha prometido a todos los que quisieran ser sus "hijos espirituales".
En el punto de partida de una vida totalmente sacrificada por Dios y por las almas, que había una familia pobre, piadosa y numerosa, donde la abnegación de cada uno suavizaba y transfiguraba las demás realidades diarias. Esto confirma aquella justa sentencia de Mons. de Segur, que dice que en las familias donde no reina el espíritu de sacrificio las vocaciones están más comprometidas.
Bautizado al día siguiente de su nacimiento -por lo que dará gracias a Dios durante toda su vida- recibió el nombre de Francisco, preludio de su vocación franciscana que se habría de revelar con ocasión de las visitas de un hermano capuchino que iba a mendigar el alimento para su convento.
Su vocación no se decidiría sin esfuerzo: "Sentía dos fuerzas que se enfrentaban en mí, desgarrándome el corazón: el mundo me quería para él, y Dios me llamaba a una nueva vida. Dios mío, ¿cómo describir mi martirio? El único recuerdo de la lucha que se desarrollaba en mí me hiela la sangre en las venas..."
Entró en el noviciado cuando aún no había alcanzado los dieciséis años. Arriba de la puerta de la clausura, para acogerlo, estaba un cartel: "O la penitencia, o el
infierno".
Su programa consistía en muchas oraciones, bastante trabajo y poca lectura, limitándose ésta al estudio de la Regla y las Constituciones.
El Hermano Pío pronto se empezó a destacar por la abundancia de las lágrimas que derramaba durante la oración de la mañana, consagrada en los capuchinos a la meditación sobre la Pasión, lo cual lo obligaba a extender un pañuelo ante sí, sobre el piso del santuario. Como con San Francisco, fue ante todo por esa amorosa y compasiva contemplación de Jesús crucificado a lo que el Padre Pío debió la gracia de recibir más tarde los dolorosos estigmas en su cuerpo. Sin embargo, como se lo confiaría a su director espiritual, el Padre Agostino, "las luchas espirituales, en comparación con las que sufro en mi carne, son muy superiores".
Parece que Dios espera que los justos expíen más especialmente en sí mismos, por medio de la tentación, los pecados públicos de sus contemporáneos. En la época en que el psicoanálisis desculpabilizante iba ganando más y más terreno, el Padre Pío -como la pequeña Teresita- tuvo que sufrir una terrible crisis de escrúpulos"casi insoportable" que lo atormentó por tres largos años. Después de la tempestad, la noche. Noche del espíritu que duró varias decenas de años, tachonada con raras claridades: "vivo una noche perpetua (...) me veo molestado en todo, y no sé si obro bien o mal. No es un escrúpulo, lo sé: la incertidumbre de no saber si agrado o no al Señor es lo que me aplasta. Y esto, en todo y todo lugar: en el altar, en el confesionario... en todo lugar". Sus máximas deben ser
meditadas bajo la perspectiva de estas pruebas místicas: "El amor es más bello en el temor, porque es así como nos fortalece". O "Cuanto más se ama a Dios, menos se le siente".
Santa Teresita le opuso su pequeño caminito de la infancia espiritual al orgulloso racionalismo de su tiempo, pero también lo expió con unas terribles tentaciones
contra la fe. Se conoce su famoso "¡Quiero creer!"
También el Padre Pío conoció pruebas violentas y prolongadas contra la fe, como lo testimonian sus cartas dirigidas al Padre Agostino: "Las blasfemias me atraviesan el espíritu sin cesar y, más todavía, las ideas falsas, como las ideas de infidelidad y de falta de fe. Me siento el alma traspasada en cada instante de mi vida, me muero... Mi fe es todo un esfuerzo de mi pobre voluntad contra toda persuasión humana. En suma, mi fe es el fruto de los continuos esfuerzos que hago sobre mí mismo. Y todo esto, Padre mío, no es algunas veces por día, sino que es algo continuo... ¡Padre mío, qué difícil es creer!"
Son preciosas lecciones para nosotros, si nos extrañamos por ser tentados hasta
allí.
¿Como sobrellevó el Padre Pío estas terribles pruebas?
De la forma en que lo había aprendido durante su noviciado: con la oración asidua, la mortificación de sus sentidos, la fidelidad costare lo que costase a las exigencias del deber de esta doy, por fin, con la obediencia perfecta al sacerdote encargado de su alma.
Esta experiencia, duramente adquirida, le permitió muy rápidamente atraer sobre sí almas deseosas de perfección, y ser exigente con ellas: a sus dirigidos, desde un primer momento les trazaba un programa de cinco puntos: confesión cada semana, comunión y lectura espiritual diarias, examen de conciencia cada noche, oración mental dos veces por día. En cuanto al Rosario, se imponía por sí mismo.
"La confesión es el baño del alma. ¡Hay que hacerla cada ocho días por lo menos! ¡Si en una habitación bien limpia y hasta desocupada, entramos luego de ocho días, verán que en ella hay polvo, y tiene la necesidad de ser limpiada de nuevo!"
A aquel que se declara indigno de comulgar, el Padre Pío le contestaba: "Eso es muy verdadero, no somos dignos de un don semejante. Sin embargo, acercarse al Santísimo en estado de pecado mortal es una cosa, y ser indigno de Él es otra cosa completamente diferente. Todos nosotros somos indignos, pero es Él quien nos invita. Es Él quien lo quiere. Humillémonos y recibámoslo con un corazón contrito y lleno de amor".
A otro que le decía que el examen de conciencia le parecía inútil, pues en cada una de sus acciones su conciencia le mostraba claramente si lo que hacía era bueno o malo, le replicaba: "Está bien dicho, pero todo mercader avisado de este mundo no se limita a controlar durante el día si perdió o ganó luego de cada venta. A la noche hace sus cuentas de todo el día para establecer lo que conviene hacer al día siguiente. De esto se sigue que es indispensable hacer cada noche un riguroso examen de conciencia, breve pero lúcido".
"El daño que produce en las almas la privación de la lectura de los Libros Santos me hace temblar de horror... ¡Qué fuerza tiene la lectura sagrada para conducir a cambiar el camino, y para hacer entrar en el camino de la perfección hasta a las personas mundanas!"
Cuando el Padre Pío fue condenado a no poder ejercer ningún ministerio, ocupó sus tiempos libres, no para leer el diario, "el evangelio del diablo", sino numerosos libros de doctrina, historia y espiritualidad. Lo cual no le impidió decir: "A Dios se lo busca en los libros, pero se lo encuentra en la oración.
Sus consejos para la oración eran muy simples: "Cuando no logren meditar bien, no dejen por eso de hacer su deber. Si las distracciones son numerosas, no pierdan el ánimo, hagan la meditación pacientemente, y ganarán a pesar de todo. Fijen el tiempo, la duración de su meditación, y no se muevan de su lugar hasta no haberla terminado, aún si debieran ser crucificados... ¿Por qué ustedes se inquietan tanto por no saber meditar como quisieran? La meditación es un medio para alcanzar a Dios, no es un fin. La meditación apunta al amor de Dios y del prójimo. Amen a Dios con toda su alegría y sin reservas, amen al prójimo como a sí mismos y habrán realizado la mitad de su meditación".
Lo mismo para la asistencia al Santo Sacrificio de la Misa: debe consistir más en actos (contrición, fe, amor) que en consideraciones intelectuales.
A quien le preguntaba si era necesario seguir la Misa con un misal, el Padre Pío le respondía que el misal solo le era necesario al sacerdote. Para él, la mejor manera de asistir al Santo Sacrificio era unirse a la Virgen de los Dolores, al pie de la cruz, en la contemplación y el amor. Solamente en el paraíso -aseguraba- uno podrá darse cuenta de todos los beneficios que habremos recibido participando de la Santa Misa.
El Padre Pío, que era tan afable y agradable en las relaciones humanas, podía volverse duro y rígido cuando el honor de Dios estaba en juego, particularmente en la Iglesia: "El murmullo de los fieles era interrumpido por el Padre, que fulminaba con la mirada a cualquiera que no observara una actitud de oración... Si alguien permanecía de pie, aunque fuese por falta de lugar, lo invitaba perentoriamente a ponerse de rodillas para participar dignamente del Santo Sacrificio de la Misa".
El monaguillo demasiado desenvuelto se llevaba también sus reproches: "Chiquito, si quieres ir al infierno, no tienes necesidad de mi firma".
También le había declarado la guerra sin cuartel a las modas de la posguerra: "El Padre Pío, sentado en su confesionario abierto, vigila todo el año que las mujeres y las jóvenes que se confiesan con él no lleven vestidos cortos (exigía que las faldas oculten las rodillas). A menudo había lágrimas: ¡esperar tanto tiempo para confesarse y hacerse excluir por causa de una falda demasiado corta!... Entonces, algunas almas buenas se adelantan para ofrecer su ayuda: en un rincón se descose un dobladillo, o se presta un abrigo. Luego, el Padre acepta a veces admitir a las humilladas a la confesión".
A su director espiritual, que un día le reprochó su conducta a veces tan severa, le contestó: "Puedo obedecerle; sin embargo, Jesús es quien me va diciendo cada vez cómo actuar con la gente".
Se trataba, entonces, de una severidad inspirada desde arriba, únicamente querida por el honor de Dios y la salvación de las almas: "Las mujeres que buscan la vanidad en sus vestidos no podrán revestirse jamás de la vida de Jesucristo, y pierden todo adorno del alma desde que ese ídolo entra en su corazón". Y que no le reprocharan una falta de caridad: "Les ruego que no me aflijan más llamando a la caridad, pues la caridad más grande es la de arrancar a las almas ligadas por Satanás para ganarlas para Cristo".
Modelo de respeto y de sumisión hacia sus superiores eclesiásticos y religiosos, en particular en ocasión de las persecuciones contra su persona, no podía permanecer mudo ante una desviación nefasta para la Iglesia.
Antes mismo del fin del concilio, en febrero de 1965, se le anunció que pronto
habría que celebrar la Misa con un nuevo rito ad experimentum en lengua
vernácula, y elaborada por una comisión litúrgica conciliar para responder a las
aspiraciones del hombre moderno. Antes mismo de tener el texto ante sus ojos, le
escribió inmediatamente a Pablo VI para pedirle dispensa de esta experiencia
litúrgica y poder seguir celebrando la Misa de San Pío V.
Ante el Cardenal Bacci, el enviado del Papa que se había desplazado
personalmente para traerle esa autorización, el Padre Pío dejó escapar una
queja: "Por piedad, terminen rápidamente el Concilio". El mismo año, en medio
de la euforia conciliar que prometía "una nueva primavera" para la Iglesia y para
el mundo, el Padre le confió a uno de sus hijos espirituales: "Recemos en esta
época de tinieblas. Hagamos penitencia por los elegidos".
Y, sobre todo, por aquel que debe ser su pastor de aquí abajo. Toda su vida se iba
a "inmolar" por el Papa reinante, cuya foto se encontraba siempre entre las pocas
imágenes de su celda.

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Otras escenas harto significativas de reacciones contra el aggiornamento que las
Órdenes religiosas experimentaron desde el día siguiente del Vaticano II fueron
éstas (las citas están extraídas de una obra que posee el Imprimatur): "El Padre
General (de los franciscanos) vino de Roma antes del Capítulo especial para las
Constituciones, en 1966, para pedirle al Padre Pío oraciones y bendiciones. Lo
encontró en el comedor del convento: Padre, he venido para encomendarle el
Capítulo especial para las nuevas Constituciones. Apenas oyó, Capítulo especial,
nuevas Constituciones, el Padre Pío hizo un gesto violento y lanzó ¡no son más
que palabras y ruinas! Pero qué quiere, Padre, las nuevas generaciones...los
jóvenes evolucionan a su manera...hay nuevas exigencias. El Padre Pío le dijo es
el cerebro y el corazón los qué faltan, nada más: la inteligencia y el amor.
"Luego, se dirigió hacia su celda; se dio vuelta, y lo apuntó con su dedo,
diciéndole: ¡No nos desnaturalicemos, no nos desnaturalicemos! ¡En el juicio de
Dios, San Francisco no nos reconocerá como sus hijos!"
Un año después, la misma escena, pero para el aggiornamento de los capuchinos:
" Un día, unos cofrades estaban discutiendo con el Padre Definidor General sobre
los problemas de la Orden, cuando el Padre Pío, tomando una actitud extraña, se
puso a gritar, fijando su mirada a lo lejos: ¿Pero qué están haciendo en Roma?
¿qué están combinando? ¡Hasta quieren cambiar la Regla de San Francisco! Y el
Definidor le dijo: Padre, estos cambios se proponen porque los jóvenes no
quieren saber más nada de la tonsura, del hábito, de los pies descalzos.
"¡Expúlsenlos fuera! ¡Expúlsenlos fuera! ¿Pero qué? ¿Ellos le hacen un favor a
San Francisco tomando el hábito y siguiendo su modo de vida, o más bien es San
Francisco quien les hace un gran don?"
Si se considera que el Padre Pío fue un verdadero alter Christus, que toda su
persona, cuerpo y alma, fueron tan perfectamente conformes como le fue posible
a los de Jesucristo, este rechazo neto del Novus Ordo Missae y del
aggiornamento, debe ser para nosotros una lección que hay que retener. También
es notable que el Buen Dios haya querido llamar a Sí a su fiel servidor poco
tiempo antes de la imposición implacable del Novus Ordo en la Iglesia y la orden
capuchina. Y también lo fue que Datharina Tangari, una de sus hijas espirituales
más privilegiadas, haya sostenido tan admirablemente a los sacerdotes de Ecône
hasta su muerte, un año después de las consagraciones de 1988.
El Padre Pío era aún menos complaciente con el orden -o más bien, con el
desorden- social y político: "Confusión de ideas y reino de ladrones" (en 1966...)
Profetizó que los comunistas llegarían al poder "por sorpresa, sin esfuerzo... Nos
daremos cuenta de la noche a la mañana".
Lo que no debe extrañarnos es que los pedidos de Nuestra Señora de Fátima no
hayan sido escuchados. Hasta le precisó a Mons. Piccinelli que la bandera roja
ondearía sobre el Vaticano, "pero eso pasará".
En esto, de nuevo, su conclusión se aproxima a la de la Reina de los Profetas:
"Pero al fin, mi Corazón Inmaculado triunfará". ¿Cómo? Por la omnipotencia
divina, ciertamente, pero provocada por las dos grandes fuerzas del hombre: la
oración y la penitencia. Es la gran lección que Nuestra Señora quiso recordarnos
con insistencia al principio de este siglo: Dios quiere salvar al mundo por la
devoción al Corazón Inmaculado de María, y no existe ningún problema, material
o espiritual, nacional o internacional, que no pueda ser resuelto por el Santo
Rosario y por nuestros sacrificios.
También esta fue, sin duda, la última lección que el Padre Pío ha querido
dejarnos, por medio de su ejemplo y sobre todo, por los "Grupos de oración" que
difundió por el mundo entero.

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"No abandonaba nunca el Rosario, hasta tenía uno bajo su almohada. Rezaba
varias decenas de Rosarios por día".
Algunas horas antes de expirar, como se lo urgía a decir todavía algunas palabras
más, no supo decir otra cosa que esto: "Amen a la Santísima Virgen y háganla
amar. Recen siempre el Rosario".
La próxima glorificación del Venerable Padre Pío ciertamente va a despertar en
muchas almas la curiosidad y la admiración por su persona. Podemos aprovechar
esto para hacer que se recuerden sus lecciones, si es que sabemos aprovecharlas
nosotros mismos, en el amor misericordioso de los Santísimos Corazones de
Jesús y María.
HERMANO JUAN
(Tomado de la "Carta a los amigos de San Francisco", del
Convento de Morgon, Francia)
APOSTOLADO EUCARISTICO
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miércoles, 28 de marzo de 2012

los papas - 20

Benedicto XII (20 diciembre 1334 - 25 abril 1342)
La persona.
Siete días duró esta vez el cónclave. Una noticia sin confirmar, aunque muy significativa, pretende que el cardenal de Comminges no fue elegido porque rechazó un compromiso de no volver a Roma. Fue designado entonces un languedociano de alrededor de cincuenta años, Jacques Fournier, nacido de una familia sencilla en Saverdun, cerca de Toulouse, monje cisterciense desde su niñez, al cuidado de su tío que era abad de Fontfroide, cerca de Narbona. Maestro de teología por la Universidad de París y sucesor de su pariente en la abadía, fue obispo de Pamiers (1317), Mircpoix (1326) y cardenal de Santa Prisca (1327), sin abandonar el hábito y las costumbres cistercienses. Como obispo se había distinguido en la persecución a los herejes, hasta convertirse en un experto del procedimiento inquisitorial, aunque prefería la reconciliación y no la condena de los acusados. Juan XXII le había utilizado como su principal colaborador en cuestiones teológicas.
Líneas fundamentales del pontificado.
Muchos de los debates que se han producido en torno a su política, han sido despejados por la obra de J. Koch (Der Kardinal Jacques Fournier (Benedikt XII) ais Gutacher in theologischen Prozessen: Die Kirche und ihre Ámter und Stande, Colonia, 1960) y por la exhaustiva publicación de sus cartas. Su primera declaración doctrinal fue para declarar que los niños y los que nada tienen que purgar entran directamente en el cielo en la presencia de Dios. Aunque dio buenas palabras a los enviados que le suplicaban el retorno a Roma, nada hizo para llevarlo a cabo; dispuso en cambio la construcción de un gran palacio en Avignon, trasladando los archivos de la curia a esta ciudad. El argumento que se esgrimía para justificar esta conducta seguía siendo que las violentas querellas internas seguían siendo un obstáculo insalvable para el retorno a Roma. Se afirmaba que Avignon era una ciudad absolutamente pontificia, sin los problemas que en aquella otra ciudad planteaban los grandes linajes. Las obras, dirigidas por el arquitecto Pedro Posson, se iniciaron en 1335: ese mismo año un dominico, Venturino de Bergamo, con sus predicaciones, exaltaba los ánimos de los romanos contra el papa. También Petrarca, decepcionado definitivamente en sus esperanzas, le criticaría con aspereza. Contrario al nepotismo, Benedicto comenzó expulsando de la curia a cuantos no tenían en ella un oficio definido, y ordenando a los beneficiados que cumpliesen sus deberes de domicialización. Abolió expectativas y encomiendas, salvo las de los cardenales, y emprendió la reforma de las órdenes religiosas, comenzando por la suya propia, el Cístcr (Fulgens sicut stella, 12 julio 1335), y por una disposición de carácter general, la Pastor bonus (17 junio 1335), que intentaba acabar con los monjes que vivían fuera de sus monasterios o los llamados giróvagos: reclamaba de sus hermanos de religión más obediencia a sus votos y, también, que enviaran a algunos de sus jóvenes a las universidades para formarse. La Summi magistri (20 junio 1336) dividió a los benedictinos en 32 provincias, exigiendo la celebración periódica de capítulos. La Redemptor noster (28 noviembre 1336), dirigida a los franciscanos, fue mal acogida por éstos: condenaba a los fratricelli, pero reprochaba también a la Comunidad su relajación de costumbres. Las protestas se fundamentaron en considerar abusiva la pretensión del papa, que penetraba en detalles minuciosos. Corpulento y de buenos colores, de voz fuerte, piadoso, humilde, pacífico y, al mismo tiempo, severo, Benedicto reorganizó los departamentos de la curia, poniendo orden en las finanzas. Se calcula que sus ingresos anuales eran de 165.000 florines de oro --los más bajos del período avignonense--, pero al ser restringidos los gastos hasta 96.000, pudo efectuar grandes ahorros. Aproximadamente un millón y medio de florines se depositaron en las cámaras inferiores, inmediatas a la habitación del papa, en monedas, oro, plata y joyas de diversas especies. Dedicó una particular atención a la Sacra Penitenciaría (In agro dominico, 8 abril 1338); de entonces data el tribunal de indulgencias, dispensas y exenciones que se conocería como la Rota.
Política de paz.
La política conciliadora con los gibelinos en Italia, que logró al principio la sumisión de Bolonia, se cerró con un fracaso: prácticamente toda la marca de Ancona, como la Romagna, escapaban a la influencia pontificia, mientras en Roma las torres de los Colonna y de los Orsini se enfrentaban en una verdadera guerra civil. Idéntico fracaso cosecharía la diplomacia pontificia en sus intentos para detener la guerra entre Inglaterra y Francia: el hecho de que se hubiera autorizado a Felipe VI a disponer de las rentas del clero reservadas para la cruzada, causó un profundo malestar en Inglaterra e hizo ya imposible la predicación de la guerra santa en otros lugares. Solamente en España quedaba abierto el frente. En 1339 un monje calabrés procedente de la ortodoxia, Barlaam, acudió al papa tratando de convencerle de la posibilidad de un proyecto de unión en que estaba interesado también el emperador Juan Cantacuzeno (1341-1355), el cual imprescindiblemente tenía que ser precedido por una sustanciosa ayuda militar. Barlaam desaconsejaba las negociaciones entre pequeños grupos de teólogos. Sólo un concilio, en que ambas partes estuviesen reunidas, tenía buenas perspectivas de éxito, pues los orientales sentían un profundo respeto por ellos. En 1335 llegaron a Avignon embajadores de Luis de Baviera, que buscaban el camino de la reconciliación. Benedicto consultó con Felipe VI y con Roberto de Anjou y puso como condición un previo acuerdo con éstos. Pero ambos reyes se opusieron resueltamente al entendimiento. Luis de Baviera volvería a insistir en 1338, dejando bien clara su posición negociadora. La negativa actitud de los franceses le favoreció, puesto que en marzo de ese mismo año un sínodo de obispos alemanes celebrado en Spira, mostró su apoyo encomendando a Enrique de Virneburgo, arzobispo de Maguncia, una negociación con la curia. Más tarde, al confirmarse la cerrada actitud profrancesa de Avignon, la Dieta de Frankfurt, con ayuda de los franciscanos rebeldes, redactó un do-
cumento, Fidem catholicam, en que se rechazaba absolutamente la doctrina según la cual al papa corresponde la legitimación de la autoridad imperial. No es el pontífice quien crea emperadores, pues el poder de éstos viene directamente de Dios. Los electores, creando una unión (Kurverein) afirmaron que a ellos y sólo a ellos correspondía decir si el emperador había sido legítimamente elegido. Tal fue la doctrina que hizo suya la Dieta reunida en Rense, cerca de Co-mitían discusión. Sin embargo, el emperador, a quien preocupaba el futuro de su propia familia, necesitaba de alguna clase de acercamiento a la sede romana y comenzó por abandonar la alianza con Eduardo III (1327-1377) para firmar un acuerdo con Felipe VI en 1341. No conseguiría otra cosa que aumentar el embrollo sin lograr la confianza del papa y alterando la paz interior en Alemania. Su designio era casar a su propio hijo Luis con la heredera del Tirol, Margarita Maultasch, anulando previamente el matrimonio de ésta con un hijo de Juan de Bohemia, impotente, a fin de asegurarle un fuerte dominio señorial. Esta conducta despertó la cólera de los príncipes. Las discordias desgarraban Alemania cuando Benedicto XII murió.

Clemente VI (7 mayo 1342 - 6 diciembre 1352)
Un papa pródigo.
Felipe VI estaba tan interesado en disponer de un papa favorable que envió a su propio hijo, el duque de Normandía, a Avignon con objeto de asegurar la designación de Pedro Roger, su antiguo canciller, ahora obispo de Rouen. No tuvo necesidad de ejercer ninguna clase de presión, pues antes de que el príncipe llegara a Avignon, los cardenales le habían elegido por unanimidad. Tras el gobierno austero de Benedicto estaban deseosos de tener un pontífice más condescendiente. Escogió el nombre de Clemente porque quería que la clemencia fuera su principal virtud. Contaba entonces 51 años, pues había nacido en Maumont (Limousin), hijo del señor de Rosier d'Égletons en 1291. Desde los diez años de edad vestía el hábito de los benedictinos, que le habían preparado cuidadosamente. Se le consideraba como el mejor orador de su tiempo y, desde luego, poseía una amplia instrucción. Un cambio radical se produjo en la curia: lujo y derroche hicieron que apenas pudiera distinguirse de las cortes principescas. Pródigo con sus amigos y parientes, amigo de banquetes y de fiestas, los cronistas más adversos como Mateo Villani, Matías de Neuenburg y el Chronicon Estense, le acusan de mujeriego, aunque probablemente esto es producto de una calumnia, muy extendida y, por consiguiente, aceptada. Las tasas ordinarias aumentaron su rendimiento hasta los 195.000 florines de oro, pero los gastos alcanzaron los 165.000. A éstos habría que añadir el continuo despilfarro de fiestas y banquetes (fue especialmente famoso el que ofreció el cardenal Aníbal de Ceccano, en que, en medio de bailes y representaciones, se sirvieron 27 platos mientras se dejaban correr fuentes de vino), así como las joyas y vestidos (reunió hasta 1.800 pieles de armiño), que se abordaban recurriendo al tesoro acumulado por sus antecesores. Ochenta mil florines de oro se invirtieron en 1348 al comprar a la reina Juana de Nápoles (1343- 1382) la ciudad de Avignon y el condado Venaisin; en este caso se trataba de una operación excelente, ya que convertía al papa en dueño del territorio en que moraba. Avignon se desarrolló hasta convertirse en una de las plazas mercantiles más prósperas de todo el Occidente. Las embajadas, como la de Tartaria en 1338, y la que Alfonso XI (1313-1350) remitió con el botín de la batalla del Salado, dieron lugar a costosas recepciones. Para compensar los gastos, Clemente VI dispuso la reserva de todos los nombramientos episcopales y de otros muchos beneficios, porque de este modo se percibían directamente anatas y otras contribuciones (A. Pélissier, Clemente VI le magnifique, París, 1951).
Raíz del anglicanismo.
Estas medidas, impopulares, tropezaron con una fuerte resistencia en Alemania y de una manera especial en Inglaterra, donde se le consideraba además como beligerante en favor de Francia. Fue entonces cuando Eduardo III publicó los primeros Estatutos llamados de Provisores (1351) y Praemunire (1353), que permitían al rey rechazar colaciones de beneficios y sentencias procedentes de la curia e incluso a los obispos establecer relaciones con la Santa Sede sin autorización del rey. Es cierto que existía una razón profunda para las quejas: Clemente VI estaba apoyando a Felipe VI con préstamos, diezmos, subsidios de cruzada y rentas eclesiásticas. No es, por con- siguiente, extraño que se originara una abundante literatura panfletaria: una pieza especialmente curiosa es la de la supuesta carta de Lucifer, felicitando al papa que, con su mal ejemplo, le poblaba el infierno de almas. Opuesto decididamente a Luis de Baviera, le cupo la satisfacción de obtener en este punto una victoria. En agosto de 1342 reiteró la excomunión, y mediante la bula Prolixa retro (12 abril 1343) le conminó a deponer sus vestiduras imperiales, invitando al obispo de Tréveris a convocar a los electores para proceder a una nueva designación. Luis ofreció su sometimiento completo, pero fue rechazado. El 13 de abril de 1346 (bula Olim videlicet) se pronunciaron la excomunión y deposición de forma solemne. Entonces cinco de los siete electores, los tres eclesiásticos más Bohemia y Sajonia, decidieron proclamar a Carlos, el hijo de Juan de Bohemia. La muerte de Luis de Baviera (11 octubre 1347) hizo que Carlos IV fuera reconocido sin dificultad.
Aspectos positivos.
P. Fournier («Clemente VI», Hist. Lit. de la France, 37, 1936) y R. Guillemain (La Cour Pontificak d'Avignon, 1309-1376, París, 1962) descubren los aspectos positivos de un pontificado que supo hacer frente a grandes desdichas, como la guerra y la peste, empleando grandes sumas en aliviar el sufrimiento, y que ante la noticia de la existencia de islas pobladas en el Atlántico, de Azores a Canarias, recordó a los cristianos que era ilícito reducir dichas poblaciones a la esclavitud. A principios de 1343 llegó a Avignon una embajada romana con dos encargos: que el papa regresara a su ciudad asumiendo las funciones de senador, y que promulgara un nuevo Año Santo para 1350, dado el hecho de que el intervalo de un siglo dejaba a la inmensa mayoría de los cristianos sin poder lucrar la indulgencia. El papa aceptó la segunda de las peticiones, y en la bula Unigénitus Dei Filias habló por primera vez del tesoro de gracias que los méritos de Cristo y de los santos proporcionan a la Iglesia como fuente para la concesión de indulgencias. En 1348 se desató en Europa la peste negra, una epidemia que trajeron de Crimea barcos genoveses. Avignon sufrió terriblemente: en un cementerio que compró Clemente se inhumaron en pocos días once mil cadáveres. Para muchos era el azote un castigo de Dios. Partiendo de Alemania, grupos de flagelantes que se azotaban durante treinta y cinco días trataron de frenar la epidemia mediante penitencia. Se recrudecieron en muchos lugares las persecuciones contra los judíos, a los que se acusaba de propagar la enfermedad. Hubo desviaciones hacia la superstición que movieron al papa a tomar disposiciones contra los flagelantes. En las órdenes religiosas las pérdidas fueron sensibles y la necesidad de rellenar los huecos con improvisadas vocaciones se reflejó en el deterioro de la disciplina.
Cola di Rienzo.
Clemente no tuvo intención de regresar a Roma, pero no quiso desentenderse de la situación en la ciudad. En la embajada de 1343 figuraba Nicolás de Arezzo (Cola di Rienzo), un soñador de humilde cuna, que entusiasmó al papa con sus discursos en que evocaba la gloria de la Antigüedad. Clemente le apoyó en sus proyectos, que condujeron en 1347 a un verdadero golpe de Estado que pretendía acabar con la influencia de las familias patricias. Pero la curia comenzó a desconfiar de sus extravagancias: cuando cayó, en diciembre del mismo año, volvería a encontrar amparo en el pontífice. Clemente pensaba que la solución al problema de las querellas internas romanas tenía que venir por una vía semejante, de creación de un fuerte poder laico, ya que en diciembre de 1351 haría una nueva tentativa para nombrar capitán del pueblo y senador a Giovanni Cerroni. Pero el papa no fue a Roma ni siquiera con ocasión del Año Santo: lo presidieron los cardenales Guido de Bolonia y Aníbal Ceccano. Muchos peregrinos, entre ellos Petrarca y santa Brígida, se dieron cita. Pero la impresión que la ciudad, azotada poco antes por un terremoto, causaba en los viajeros, era lamentable. Su aspecto contribuía a fortalecer los argumentos de quienes decían que no estaba ya en condiciones de servir de residencia al papa. Por otra parte, la campaña que Clemente VI intentó para restablecer su potestad en Romagna, fracasó lamentablemente: Bolonia le ofreció su obediencia, pero a costa de ser entregada en vasallaje a Juan Visconti, arzobispo de Milán. La guerra entre Inglaterra y Francia impidió que se pusiera en marcha el proyecto de cruzada. La empresa de defensa del Mediterráneo oriental dejó de ser un proyecto europeo para convertirse en algo propio de los poderes locales. Clemente hubo de conformarse con apoyar una liga formada por Venecia,Chipre y los caballeros sanjuanistas, cuyo primer objetivo era sostener a los reyes de Armenia: Esmirna fue ocupada en octubre de 1344 y se logró una victoria sobre la flota turca en 1347. Pero ni siquiera pudieron conservarse las posiciones momentáneamente conquistadas.

Inocencio VI (18 diciembre 1352 - 12 septiembre 1362)
Un papa restaurador.
Breve fue el cónclave celebrado en Avignon; los veinticuatro cardenales que en él tomaron parte estaban decididos a imprimir a la Iglesia un giro radical haciendo de la Plenitudo potestatis un gobierno compartido. Prestaron juramento de que cualquiera que fuese elegido no crearía nuevos cardenales hasta que el número se hubiera reducido a dieciséis y manteniendo el colegio por debajo de los veinte miembros; los nuevos nombramientos requerirían la aprobación de los dos tercios de los existentes; una condición que sería aplicable también a los casos de enajenación de bienes de la Iglesia, concesión de subsidios o proceso contra un purpurado. El colegio, que retendría para sí la mitad de las rentas pontificias, sería preceptivamente consultado en todos los nombramientos administrativos. Bajo tales condiciones se eligió a Esteban Aubert, a quien A. Pélissier (Innocent VI le réformateur, deuxiéme pape Umousin, Tulle, 1961) presenta como un anciano de mala salud y magnífico administrador, profesor de derecho en Toulouse y cardenal desde 1342. En el momento de su elección era obispo de Ostia y gran penitenciario.
Su gran defecto sería el nepotismo.
El 6 de julio de 1353, Inocencio, que había consultado a jurisconsultos, declaró que el juramento prestado no era válido por oponerse a la plenitudo potestatis que sólo corresponde al pontífice. Volviendo a las normas de Benedicto XII, se había propuesto intentar la reforma, limitando las acumulaciones de beneficios y obligando a la residencia. Los gastos de la casa del papa fueron restringidos; esto no evitó que el déficit financiero se acentuara por la necesidad de atender a la defensa de Avignon frente a las compañías de mercenarios, y por el deseo de sostener campañas en Italia que hiciesen posible el retorno. Se asignaron emolumentos fijos a los jueces de la Audiencia para garantizar su imparcialidad. En 1360, a petición del general de los dominicos, Simón de Langres, se ordenó una inspección a fondo en los conventos: ocho definidores de la orden se volvieron entonces contra el general, pero el papa le sostuvo. De todas formas se trataba de un problema que quedó sin resolver. La misma actitud de firmeza y respaldo mostró en relación con los hospitalarios, a los que Felipe VI de Francia quería aplicar las mismas medidas disolutorias del Temple. Inocencio VI se negó en redondo, y llamando a Juan Fernández de Heredia, el más prestigioso de los caballeros, le encomendó la visita y el restablecimiento de la disciplina. La orden, que era conocida comúnmente como de Rodas por tener su maestrazgo en esta isla, recibió el encargo del papa de sostener las posiciones de Esmirna y Armenia, pero no pudo cumplir este objetivo demasiado ambicioso. Sin embargo, sostendría durante dos siglos la punta de vanguardia en el extremo mediterráneo. Surgían visionarios y milenaristas. Un fraile de Puigcerdá, Arnaldo Muntaner, mezclando en sus predicaciones la doctrina de la absoluta pobreza de Cristo, afirmaba que nadie que vistiera hábito franciscano podía permanecer mucho tiempo en el purgatorio, pues san Francisco bajaba allí cada año a sacar a los suyos; se libró de la persecución del inquisidor Eymerich porque se fue a Oriente a predicar sus fantasías. Fray Juan de Roquetaillade anunciaba que pronto vendría un antipapa, al que Cristo haría morir por medio del espíritu de la palabra; inmediatamente después, con la desaparición del Islam y del judaísmo, comenzaría el reino del milenio. No resultaba fácil a la autoridad pontifica imponer criterios de sensatez.
Don Gil de Albornoz.
La muerte de Alfonso XI (1350) había provocado una fuerte reacción en Castilla contra los que fueran sus consejeros y colaboradores. El arzobispo de Toledo, don Gil de Albornoz, tuvo que huir refugiándose en Avignon donde fue elevado por Inocencio al cardenalato, pasando luego a desempeñar funciones de confianza. No se restableció la paz. Pedro I (1350-1369), casado con Blanca de Borbón (3 de junio de 1353), abandonó a su esposa, cohabitó públicamente con María de Padilla, y hasta llegó a contraer un nuevo e ilícito matrimonio. Comenzaron luchas internas. Muchos nobles y no pocos eclesiásticos se exiliaron en Francia y Aragón, llegando algunos hasta la propia Avignon. Inocencio VI trató de detener la guerra, interna y entre reinos, que amenazaba la península, enviando como legado a Guillermo de la Jugue; no pudo nunca conseguir una paz estable. La abundancia de mercenarios, secuela de la contienda franco-británica en el sur de Francia, hicieron desaparecer la seguridad de que hasta entonces disfrutara Avignon. Por otra parte, el viaje de Carlos IV a Roma, donde fue coronado emperador por un legado pontificio (5 de abril de 1355), venía a demostrar que el retorno no era imposible. Carlos promulgó en 1356 la llamada «Bula de Oro», en la que fijaba el procedimiento para la elección de emperadores (confirmando de hecho los acuerdos de la Dieta de Rense referentes a la separación de potestades) e independizaba el Imperio de la Santa Sede. Una decisión de doble vertiente, ya que suponía la definitiva renuncia a intervenir en Italia. Los electores designaban un rey de Romanos con entera independencia; sólo él podía convertirse en emperador cuando el papa le coronase. En 1360 la amenaza a que los merodeadores armados hicieron pesar sobre Avignon fue tan seria que Juan Fernández de Heredia (1310-1396) tuvo que acudir con 600 caballeros y 1.000 peones a liberar al papa de lo que era un asedio. De todas formas, hubo que pagar a los sitiadores 14.5000 florines de oro para que accedieran a alejarse. Antes de que pudiera efectuarse el retorno a Roma era imprescindible la pacificación del Patrimonium. Tal fue la tarea que Inocencio VI confió a don Gil de Albornoz, a cuyo séquito fue agregado Cola di Rienzo, con título de senador y poderes para gobernar Roma. El 1 de agosto de 1354, Rienzo entró en la ciudad, siendo recibido con fuertes aclamaciones, pero muy pronto las facciones romanas provocaron un levantamiento que acabó con la vida del reformador (8 de octubre de 1354). Albornoz consiguió cumplir la misión que se le encomendara: en 1354 arrancaba Orvieto de manos de Juan de Vico; al año siguiente obligaba a los Malatesta de Rímini a firmar el humillante tratado de Gubbio. El cardenal tenía el proyecto de transformar la administración de los Estados Pontificios, haciendo participar en ella a los poderes laicos que se habían asentado. Una asamblea, reunida en la ciudad de Fano, aprobó las Constituciones egidianas (1357), que estarían vigentes hasta el siglo xix. A. Erler (Aegidius Albornoz ais Gesetzgeber des Kirchenstaates, Berlín, 1970) advierte que las Constituciones se basaban en la legislación anterior, incluyendo el Líber Augustalis de Federico II. La influencia del derecho romano se situaba por encima del canónico. Llamado a Avignon, porque se habían producido acusaciones en su contra, el papa le confirmó en su cargo, ampliando los poderes. Regresó a Italia en 1358. Fue entonces cuando conquistó Bolonia, en donde fundaría el Colegio que lleva su nombre y aún subsiste, enfrentándose abiertamente con los Visconti. La victoria de san Rufilio sobre Barnabó (1361) abría definitivamente al papa la posibilidad del retomo. Inocencio VI comunicó al emperador Carlos, en carta de 18 de abril de 1361, que había tomado la decisión de volver a Roma. Una decisión que la muerte le impidió cumplir. Pero el éxito militar estaba empañado por un dato negativo: los tesoros de la Santa Sede estaban exhaustos.

Urbano V, beato (28 septiembre 1362 - 19 diciembre 1370)
Elección.
Divididos los cardenales era difícil que pudieran llegar a un acuerdo que permitiese la elección de uno de ellos. La noticia que dan algunos cronistas de que Hugo Roger, hermano de Clemente VI, rechazó su candidatura, es cuando menos dudosa. Al parecer fue Guillermo d'Aigrefeuille quien insinuó el nombre de Guillermo de Grimoard, abad de San Víctor de Marsella que, a la sazón, era legado pontificio en Nápoles. Nacido en Griscal (Lorena) y de familia noble, profesó como benedictino en San Víctor después de haber cursado estudios en Montpellier y Toulouse. Fue abad de Saint Germain d'Auxerre (1352) antes de ser elegido para San Víctor. Era conocido por su piedad, austeridad, profundo conocimiento del derecho y experiencia en los asuntos italianos, tan importantes ahora que el retorno del papa se había convertido en la cuestión principal. E. Dupré-Theseider (/ Papi di Avignone e la questione romana, Florencia, 1939) entiende que fue ésta precisamente la razón de su nombramiento: era el papa para el retorno. Llegado a Marsella el 27 de octubre fue entronizado en Avignon pero, pese a la pompa que le rodeaba, seguía vistiendo y viviendo como un benedictino. Las relaciones con el colegio fueron difíciles: no había sido cardenal. Quería continuar la obra de Inocencio VI hacia la centralización y la reforma: dispuso que, en adelante, todas las sedes episcopales y las principales abadías, cualesquiera que fuesen los procedimientos selectivos, serían de nombramiento pontificio. De este modo podría oponerse a las designaciones indebidas. También quiso prohibir la acumulación de beneficios en una sola persona y recomendó la celebración de sínodos provinciales. Muy convencido de las ventaja que aportaban al clero los estudios fundó las Universidades de Orange, Cracovia y Viena y, a imitación del de Bolonia, estableció el Colegio de Montpellier. Empleó mucho dinero en becas para estudiantes.
De nuevo cruzada.
Al firmarse la paz de Brétigny, que parecía poner fin a la contienda entre Francia e Inglaterra, proclamó en 1363 una nueva cruzada: Pedro de Lusignan, que había cosechado algunos éxitos en Cilicia, y Felipe de Méziers, se sumaron a ella: pero Urbano creía que el éxito dependía de que tomara el mando el rey de Francia. Legado para esta cruzada fue el carmelita Pedro Thomiers y en ella tomó parte Venecia. Pero en la práctica todo se tradujo en una operación de los caballeros sanjuanistas que llegaron a reunir en Rodas 10.000 infantes y 1.400 caballos. Una fuerza que pudo ocupar fugazmente Alejandría (11 a 13 de octubre) para convencerse de que era imposible retenerla. Estas operaciones servían sin embargo para conservar Rodas y Chipre como grandes bastiones avanzados.
Retorno a Roma.
Comenzó apoyando los esfuerzos militares de don Gil de Albornoz. Pronto cambió de táctica: era imprescindible acelerar el retorno a Roma y éste no podía lograrse sino mediante una paz con los partidos haciendo concesiones. Roma brindaba la posibilidad de un entendimiento con el emperador bizantino Juan V (f 1391). Desde el 23 de mayo de 1363 la decisión fue públicamente anunciada: muchas voces le impulsaban a ella. Pagó grandes sumas a Barnabo Visconti para que entregara Bolonia y sustituyó a Albornoz por el cardenal Androin que pasaba por enemigo del español y partidario de los milaneses. La recluta de los mercenarios que amenazaban Avignon, a fin de constituir las compañías blancas que provocarían el cambio en Castilla –Urbano contribuyó con una elevada suma-- dieron un saludable respiro. En 1365 fray Pedro de Aragón escribió al papa que había tenido una revelación de su tío san Luis el difunto obispo de Toulouse, que le anunciaba que los grandes males de la Iglesia no se remediarían mientras no estuviese en Roma. Santa Brígida y santa Catalina contribuyeron con sus advertencias al aire de retorno espiritual. Petrarca, en cambio, hablaba de motivos estrictamente humanos; las ruinas de Roma, la esposa abandonada. Carlos V de Francia envió a Anselmo de Chacart para convencer a Urbano de que desistiera de su propósito, pero el pontífice respondió con argumentos que resultaban incontrovertibles: centro del orbe, tumba de san Pedro, altar de mártires, Roma había sido siempre la cabeza y las voces del cielo le ordenaban volver. P. Kirsch (Díe Rückkehr der Papste Urban V und Gregor XI vori Avignon nach Rom. Auszüge aus den Karneralregistern des Vatikanischen Archives, Paderborn, 1898) reconstruyó el itinerario y los obstáculos que hubo de vencer. En mayo de 1366 el emperador Carlos IV viajó a Avignon ofreciendo darle escolta. Urbano aceptó en principio, pero luego lo pensó mejor: convenía a su libertad de movimientos viajar solo. Hubo una fuerte resistencia de los cardenales, que consideraban un desastre abandonar Avignon, pero, mostrando una gran energía, salió de la ciudad el 30 de abril de 1367. En Marsella se produjo un verdadero enfrentamiento entre el papa y el colegio, que resistió, y pudo llegar a Genova el 23 de mayo, a Pisa el 1 de junio, y por el camino del mar, alcanzar Corneto, donde le esperaba Albornoz, el 4 de junio. Desde allí se dirigieron a Viterbo. La muerte de don Gil, acaecida en esta ciudad el 22 de agosto, fue un gran contratiempo. Los grandes elogios de Petrarca desde Padua y de Coluccio Salutati desde Roma, dan la medida de la exageración en el recibimiento, que hubiera debido ser más normal. En el verano de 1368 Urbano se instaló en Montefiascone, huyendo de los calores del verano. En otoño de aquel año llegó Carlos IV. Se vio al papa y al emperador entrar juntos en Viterbo (17 de octubre) y el 1 de noviembre, con la pompa debida, proceder a la coronación de la emperatriz Isabel durante una misa solemne en que predicó fray Pedro de Aragón. Presente estuvo también Juan V, el bizantino, que suscribió a título personal una fórmula de fe romana. Pero los signos no eran tan halagüeños como se pensara. Roma era una ruina: los alhamíes habían tenido que entrar apresuradamente en el Vaticano y en San Juan de Letrán porque los palacios eran inhabitables. Comenzaban las habituales discordias políticas. Cuando en septiembre de 1368 Urbano creó siete cardenales, sólo uno era romano; los otros seis, franceses. La influencia de Francia no había disminuido.
Vuelta a Avignon.
Desilusionado, sufriendo la presión de sus cardenales que añoraban la independencia avignonense, obligado a enfrentarse con revueltas como la de Perugia, y refugiado nuevamente en Montefiascone, esta vez para huir de las inquietudes romanas, Urbano hubo de preguntarse si no había cometido un error. A principios de 1370 decidió regresar a su ciudad del Ródano. Los romanos le enviaron una embajada (22 de mayo), a la que contestó con mansa firmeza el 26 de junio. Santa Brígida subió a Montefiascone a comunicarle que había tenido una revelación según la cual si regresaba Dios le heriría de muerte pidiéndole estrecha cuenta. Todo inútil. Embarcó en Corneto el 5 de septiembre, alcanzó Marsella el 16 y entró en Avignon el 27 del mismo mes. Muy pronto cayó enfermo y murió el 19 de diciembre. O. Halecki (Un empereur de Byzance á Rome, Varsovia, s.f.) ha explicado las razones de la presencia del emperador Bizantino. Las presiones turcas habían obligado a Juan V, inmediatamente después de su victoria sobre Juan Cantacuzeno, a acudir a Inocencio VI con una propuesta de reanudar las relaciones, la cual fue recibida con gran frialdad (1355). Pero ante la nueva ofensiva de Murad I, el emperador insistió, esta vez cerca de Urbano V, que se mostró dispuesto a organizar el socorro militar que se necesitaba si se restablecía la unión. Juan V permaneció en Roma entre 1369 y 1371: tuvo que entregar a Venecia la isla de Tenedos para afrontar los gastos de este viaje. La noción de la existencia de un peligro turco comenzaba a abrirse camino en la conciencia occidental, aunque con gran lentitud.


Gregorio XI (30 diciembre 1370 - 27 marzo 1378)
De nuevo la decisión.
Los diecisiete cardenales que se reunieron en Avignon tardaron poco tiempo en elegir por unanimidad a un sobrino de Clemente VI, Pedro Roger de Beaufort, nacido en 1329, cerca de Limoges y producto del nepotismo que le hiciera cardenal a los 19 años. Sin embargo, siendo despierto, inteligente, culto y extraordinariamente piadoso, se había elevado, por sus grandes servicios durante el pontificado de Urbano V, al primer puesto dentro del colegio. Discípulo de Pietro Baldo dcgli Ubaldi (1327-1400), en Perugia, poseía una excelente formación jurídica. Mezclaba un aire de soñador, acaso por su mala salud, con rasgos de energía y firmeza cuando hacía falta. Aunque desde el primer momento afirmó su voluntad de volver a Roma, ya que sólo desde ella podía ser gobernada la Iglesia y ejecutarse la triple misión que se había asignado (reforma de las costumbres, paz entre los príncipes de la cristiandad, ofensiva contra los turcos), esto no significa que proyectase disminuir la abrumadora influencia francesa. De los 21 cardenales que creó, ocho eran pai- sanos suyos, limousinos, otros ocho franceses de diversas regiones, dos italianos, y tres, respectivamente, de Genova, Castilla y Aragón.
Tres obstáculos se oponían al viaje a Roma.
El tesoro papal estaba vacío y se requirió bastante tiempo para incrementar las rentas que llegarían al nivel de los 480.000 florines cada año; los ingresos estaban comprometidos de antemano al pago de deudas con sus intereses. Se habían reanudado las hostilidades entre Francia e Inglaterra, arrastrando en esta ocasión a castellanos y portugueses; de modo que el alejamiento de Avignon no había favorecido el proceso de paz. Los Visconti habían aprovechado la coyuntura para hacerse de nuevo fuertes en el norte de Italia. Richard C. Trexler («Rome on the eve of the Grat Schism», Speculum, XLIII, 1967) concede una singular importancia, sin embargo, a la radical oposición de los cardenales.
En vísperas del cisma.
Para aislar a los Visconti, Barnabó y Galeazzo, el papa formó una liga en agosto de 1371, contrató los servicios de un condottiero inglés, Giovanni Acuto (John Akwood) y puso a Amadeo VI de Saboya al frente de las fuerzas; un hermano del papa, vizconde de Turenne, se encargó de reclutar mercenarios en Francia. A principios de 1373 se predicó la cruzada contra los Visconti, que previamente habían sido excomulgados. Sin embargo, Urbano V, urgido por el tiempo y las dificultades económicas, se conformó con un resultado mediocre: dos victorias en Pesaro y Chiesi, justificaron que se firmara una tregua. Ahora el camino de Roma parecía abierto y se anunció la partida para Pascua de 1376. Nuevos inconvenientes aparecieron: sólo seis cardenales declararon estar dispuestos a acompañar al papa. Se acababa de conseguir la tregua general de Brujas, suspendiendo las hostilidades en Occidente, y el duque de Anjou insistía en que ahora más que nunca era oportuna la presencia del papa para que la tregua se convirtiese en paz. Al mismo tiempo, Pedro IV de Aragón (1336-1387) reclamaba una gestión pontificia para asegurar las relaciones en el interior de la península. A todo ello oponía el cardenal Jacobo Orsini una sentencia: el señorío del papa estaba en Italia y la causa primordial de los desórdenes estaba en la ausencia del señor. Santa Brígida, que murió en Roma el 23 de julio de 1373, fray Pedro de Aragón y santa Catalina de Siena, impresionaban a Gregorio, como antes hicieran con Urbano V, refiriéndole las visiones de los males de la Iglesia mientras no se restaurara. Sin embargo, R. Fawtier (Ste. Catherine de Sienne. Essai de critique des sources, París, 1921-1930) rechaza como legendaria la pretensión de Raimundo de Capua que otorga un papel decisivo a la santa en ese retorno. Al anunciarse nuevas demoras estalló una rebelión en Florencia, donde los legados Gerardo de Puy, abad de Marmoutier, y Guillermo de Noellet, que residía en Bolonia, fueron acusados de haber desamparado a la ciudad en tiempo de hambre. Aunque Gregorio XI, con sus cartas, trató de calmar los ánimos, no fue atendido. En el verano de 1375 Florencia alzó la bandera roja con el lema «Libertas», se unió a los Visconti y a la reina Juana I de Nápoles y pretendió provocar una revuelta general en los Estados Pontificios: Coluccio Salutati, en la carta que envió a Roma el 4 de enero de 1376, hablaba de la «foedissimam tyrannidem Gallicorum». A esta revuelta se la conoce como «guerra de los ocho santos» porque los dirigentes de la ciudad empleaban muchas referencias a la reforma de la Iglesia. Catalina de Siena, en su correspondencia, nos informa de cómo Gregorio XI encargó al obispo de Jaén, Alfonso Fernández Pecha, hermano del fundador de los Jerónimos, que fuese a pedir sus oraciones. Tan eficaz fue la gestión que el obispo renunció a su mitra para convertirse en uno de los «caterinatos», como llamaban a los discípulos de la santa. Fue este el momento escogido por Florencia para enviar a Catalina de Avignon como singular embajadora. Permaneció tres meses en esta ciudad, desde mediados de junio de 1376. Gregorio era muy sensible a estas gestiones. A pesar de los preparativos del viaje, no había dejado de entender en la reforma. Apoyó de un modo especial a los caballeros de San Juan, que se estaban reorganizando dirigidos por Juan Fernández de Heredia. En 1373 dispuso la reorganización de los dominicos, nombrándoles un cardenal protector. Persiguió con rigor a los herejes y el 22 demayo de 1377, en cartas dirigidas a Eduardo III, al arzobispo de Canterbury, al obispo de Londres y a la Universidad de Oxford, condenó 19 proposiciones de Wyclif (1320-1384), semejantes a las que Marsilio de Padua (1275-1342) y Ockham ya formularan y que incidían en verdadera herejía.
Segundo viaje.
El 2 de octubre de 1376 la flota pontificia, mandada por Juan Fernández de Heredia, abandonaba Marsella. El papa viajaba en una nave española, la Santa María. Las tormentas afectaron de tal modo a la travesía que hasta el 6 de diciembre no pudo Gregorio desembarcar en Corneto. El papa pudo hacer su entrada en Roma el 17 de enero de 1377. Desde este momento hasta el día de su muerte la documentación escasea de tal modo que no es posible seguir las líneas de su gobierno. La presencia del papa coincidió desdichadamente con la noticia de que los mercenarios que mandaba, en nombre del pontífice, el cardenal Roberto de Ginebra, habían ejecutado una terrible matanza en Cesena (3 de febrero de 1377). Florencia solicitó la paz y Bolonia volvió a la obediencia del pontífice. La inseguridad de Roma seguía siendo tan grande que Gregorio decidió fijar su residencia en Anagni. Desde aquí intentó negociar una paz que siguiese la pauta del procedimiento marcado en Brujas dos años antes, es decir, mediante la reunión de una conferencia en Sarzana, presidida por Barnabó Visconti. La conferencia llegó a reunirse, pero antes de que concluyera murió Gregorio (marzo de 1378). La idea de que había dos Iglsias, la de Avignon y la de Roma, flotaba ya en el aire.